A principios de este año Gabriela (24) supo por un amigo cercano que se había difundido en un grupo de Whatsapp una foto íntima suya.

No salía su cara, pero sí su pieza, y por eso el amigo la pudo reconocer. No dudó en llamarla para contarle en qué contexto le había aparecido y le advirtió que en ese grupo de Whatsapp había ocho participantes, de los cuales seis fueron enfáticos al reprochar y cuestionar al amigo que la había mandado, quien a su vez alegaba que él simplemente estaba compartiendo un contenido que le había llegado por otro lado. Fue ahí que el amigo de Gabriela le dijo ‘preocúpate de dejar de difundirlo entonces’.

Gabriela lo escuchó atentamente los primeros cinco minutos. Quería dimensionar el alcance de su foto para saber si se trataba de un grupo reducido o si toda la universidad había tenido acceso a ella. No pudo, sin embargo, mantener la concentración y en pocos segundos lo que parecía ser un pensamiento hilado se volvió una corriente difícil de contener. Su mente empezó a divagar y las palabras de su amigo se disiparon. ¿Tendría que decirle a su mamá? ¿Su carrera se vería afectada? ¿Por qué le había mandado fotos a su ex? ¿Lo enfrentaría? ¿Había sido él? ¿O quizás le robaron el celular? Sentía culpa, arrepentimiento y en parte responsabilidad. Pensó que habría podido evitar esa situación si solo hubiese sido más precavida. Estaba ansiosa y sentía una angustia profunda; en su mente, su mundo se derrumbaba lentamente frente a sus ojos.

Como Gabriela, son muchas las mujeres que a lo largo de sus vidas han sido víctimas de la difusión de imágenes íntimas sin su consentimiento y, también al igual que ella, no cuentan a la fecha con amparo legal. En un estudio realizado en el 2019 por el Observatorio Contra el Acoso Callejero, se develó que de las 1.300 personas encuestadas, un 77,2% de las mujeres entre los 18 y 26 años reconocía haber sido víctima de algún tipo de violencia sexual cibernética, sea ésta una amenaza por redes, la publicación de fotos íntimas, o la grabación sin consentimiento. A su vez, en el 2018, la Fundación Datos Protegidos reveló que un 13,5% de las mujeres había sufrido la difusión de imágenes íntimas sin su consentimiento. Y es que ésta en particular es una práctica comúnmente conocida como “porno venganza” o “pornografía no consentida”, y es cada día más común.

De abril a junio del 2020, la fundación Amaranta, que busca acompañar y educar a mujeres en seguridad digital, también realizó una encuesta en la que dio cuenta que de 530 mujeres encuestadas, 17 había vivido la difusión de sus imágenes íntimas sin consentimiento; 225 de ellas había vivido violencia verbal; y 200 algún tipo de acoso u hostigamiento. De los atacantes, se reveló que un 41,9% se trataba de perfiles anónimos y un 18,1% eran parejas o ex parejas. Todas cifras que tras un año de pandemia solamente han incrementado. ¿Pero cómo se le aborda en Chile?

En el artículo 161 A del Código Penal se postula que “se castigará con la pena de reclusión menor en cualquiera de sus grados y multa de 50 a 500 Unidades Tributarias Mensuales al que, en recintos particulares o lugares que no sean de libre acceso al público, sin autorización del afectado y por cualquier medio, capte, intercepte, grabe o reproduzca conversaciones o comunicaciones de carácter privado; sustraiga, fotografíe, fotocopie o reproduzca documentos o instrumentos de carácter privado; o capte, grabe, filme o fotografíe imágenes o hechos de carácter privado”. Sin embargo, como explica la abogada de AML Defensa de Mujeres, Francisca Millán, la difusión de imágenes que se tomaron de manera consentida, no está regulada. “Se regula únicamente el registro sin consentimiento, e incluso en eso queda poco claro; hay quienes señalan que se trata de una norma que aplica a terceros, es decir, no a quienes participen en el acto”, explica. “Pero respecto al marco legal de la difusión de imágenes íntimas de personas que las hayan dispuesto de manera consentida, hay un vacío. En definitiva, se da por hecho que al entregar una imagen a otra persona, o consentir a que te saquen una, se está también autorizando de manera tácita a su divulgación”.

Lo que no se considera ahí, como explica la especialista, es que prestar consentimiento para efectos de entregar una imagen o permitir que te saquen una, no es lo mismo que consentir a su eventual divulgación. “Por el contrario, la mujer que está en esa situación probablemente lo hace en un contexto de intimidad, que va dirigido solo y exclusivamente a aquella persona. En ese sentido, existe un vacío en el sistema judicial que no reconoce la intimidad de la mujer, pero tampoco su decisión específica respecto a difundir su imagen en esa oportunidad y con esa persona”.

En junio del año pasado, las diputadas Maite Orsini (RD) y Maya Fernández (PS) presentaron un proyecto de ley denominado Ley Pack que pretendía regular y sancionar la difusión de material pornográfico sin el consentimiento de las víctimas, una legislación que se planteó como una medida urgente para proteger a las mujeres en el entorno digital en un contexto de pandemia. Hasta la fecha, e incluso después de haber pasado por modificaciones en diciembre del año pasado –fueron las organizaciones sociales las que identificaron que no bastaba simplemente con sancionar, ya que se trata de una violencia de género como cualquier otra y por ende había que trabajar igualmente en la prevención–, la ley se encuentra en tramitación en el Congreso y en este momento no existe amparo legal para aquellas personas que habiendo entregado imágenes o autorizado el registro, sean víctimas de la difusión de tales.

Como explica Carolina Jiménez, presidenta de OCAC, la detención de la tramitación del proyecto de ley se debe a la contingencia pero también porque se ha acordado ponerle énfasis a las modificaciones que ingresaron a finales del año pasado, que buscan tipificar nuevos delitos referentes a la violencia sexual digital en sus diversas formas. A su vez, la coordinadora del Proyecto Aurora de la ONG Amaranta, Karen Vergara, señala que estos tipos de violencia apelan a que la mujer, al igual que en cualquier espacio público, no tiene voz. “El hecho de que ellas estén participando de estos espacios genera una resistencia muy violenta y machista. Ahora, cuando hablamos de violencia ejercido por alguien cercano –porque muchas veces se trata de un hacker que accedió a fotos íntimas y las divulgó con la finalidad de extorsionar a la víctima–, nos damos cuenta que es mucho más común de lo que pensamos”.

Como explica Karen, en estos casos los sujetos mantienen esos registros audiovisuales y luego los utilizan a modo de amenaza, extorsión o finalmente para jactarse entre amigos. Pero la falla, esencialmente, radica en que estos temas no sean abordados de manera integral y transversal, mediante una ley de educación sexual o la perspectiva de género en la educación. “Cuando se presentaron las modificaciones a la Ley Pack, quedó como un proyecto que aborda la violencia de género digital y las distintas prácticas que se incluyen en ella, por eso es vital retomar la conversación. El espacio digital tiene que ser una materia de cuidado y protección”, explica. “Y junto a eso, hay que quitarle el estigma a las mujeres que han vivido este tipo de situaciones y darnos cuenta que el enfoque siempre tiene que ir hacia el victimario que cometió el delito y no hacia la víctima. Porque solo así vamos a lograr que dejen de sentir culpa. Esto no tiene que ver con su valía ni su pérdida de inocencia, no tiene por qué haber un juicio moral acá”.

Es por eso también que desde Amaranta no se utiliza el término “porno venganza”, porque eso habla finalmente de cobrar revancha por algo. “Pero eso enjuicia a las víctimas. No hay nada por lo que cobrar revancha. Ellas estaban ejerciendo sus libertades y derechos. Esto es una extensión de la violencia física y psicológica y hay que legislarla como tal”, concluye Karen.

Aun así, las especialistas están de acuerdo en que la ley, si bien se hace cargo de una situación en tanto sanciona y regula, no es la solución al problema. Francisca Millán deja claro que frente a la ausencia de la ley, hay ciertas medidas a las que se puede recurrir para abordar este tipo de situaciones. En primer lugar, tener claro que este riesgo que se corre en ningún caso debiera significar que las mujeres se inhiban de compartir ese tipo de imágenes si es que así lo desean. Eso implicaría una vez más, un acto moralizante. “Las mujeres tienen derecho a difundir las imágenes que quieran con quienes quieran, y no por eso tienen que correr un riesgo”, aclara. “Pero también tienen derecho a que eso sea en un contexto privado. Por lo tanto, frente a un sistema en deuda, es importante tomar resguardos”. Estos incluyen, según la especialista, nunca entregarle la misma imagen a distintas personas, para que se pueda identificar, en caso de, quién la divulgó; que las fotos sean distinguibles y tengan un sello de agua con el nombre de la persona a la que se le está entregando (esto puede ser poner su nombre en un lugar no extraíble de la foto); que el lugar en el que se tome el registro no revele características íntimas respecto a los datos de esa persona; que ojalá no involucre el rostro; y que se evalúe el uso de aplicaciones más seguras como Telegram o Signal, que permiten que las imágenes se vayan autoeliminando. “Es elemental que este riesgo de la porno revancha no constituya una limitación a la libertad sexual de las mujeres y que sigamos educándonos en medidas que nos permitan cuidarnos al mismo tiempo de ejercer nuestras libertades”, explica.

Como profundiza la socióloga de Corporación Humanas, Pía Guerra, la difusión de imágenes privadas sin consentimiento es y constituye una expresión de dominación del patriarcado, además de una práctica social instalada y un fenómeno propio de los tiempos pomodernos. “Como es una expresión de dominación, también manifiesta un problema de estructura social y de instituciones rígidas que no son capaces de adaptarse a los nuevos requerimientos sociales. Este fenómeno no solamente afecta a la víctima en términos de su intimidad, sino que a su esfera social, laboral, familiar, personal, por lo tanto también afecta su conducta y su posible rendimiento laboral y social. Y por lo mismo, se vuelve un problema público –que va más allá de las parejas– que tiene que contar con políticas públicas que ayuden, más que a sancionar, a prevenir estos hechos”.