Paula 1189, Especial Felicidad. Sábado 19 de diciembre de 2015.

DAR Y RECIBIR

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Después de 10 años con una enfermedad poliquística renal, 3 de diálisis y un trasplante fallido, en junio de este año Luis Larraín (34), presidente de la Fundación Iguales, recibió un riñón de su hermano Pedro (31), seminarista de Schoenstatt. Era la segunda vez que entraba a la lista de espera por un riñón, porque un año después de su primer trasplante –de un donante cadáver– comenzó a fallar el órgano, lo agarró un virus y su función renal empezó a empeorar lentamente. Su familia se hizo los exámenes, sabiendo que, como lo de Luis es una enfermedad genética, era difícil que alguno pudiera donar. Pero Pedro no la tenía. Y por edad, peso, altura y compatibilidad genética era el candidato ideal. "Nunca lo dudé. Uno siente mucha impotencia de no ser médico y no poder hacer nada más que acompañar. Entonces saber que podía ayudar de alguna forma fue una alegría tremenda. Estoy agradecido de haber tenido dos riñones sanos para poder darle uno", dice Pedro. Luis agrega: "A mí me daba un poco de nervio por Pedro, porque toda operación tiene ciertos riesgos asociados. Y sentía que iba a quedar en deuda con él. Después me di cuenta de que en realidad era una operación muy segura y que él lo hacía como un acto de amor y generosidad, no condicionado a nada de mi parte. También cuando uno lo ha pasado mal por una enfermedad al final cualquier salvavidas que te haga mejorar tu calidad de vida, uno lo toma".

A seis meses del trasplante, la salud de ambos está perfecta. En cuanto a su relación, ambos coinciden en que no ha cambiado demasiado. "No lo quiero más que antes ni me siento más querido que antes. Pero estas cosas ayudan a explicitar lo que existe en las relaciones familiares: la incondicionalidad. Yo seré seminarista y él activista gay, pero somos hermanos. Y yo sé que pudo haber sido perfectamente al revés, podría haber sido yo el que necesitara un riñón y Luis me lo habría dado. Así son las relaciones humanas, de dar y recibir. En este caso puntual me tocó dar a mí, pero cuando chico le dejaba a veces a Luis las tareas de matemáticas que yo no entendía", cuentan entre risas.

CUESTIÓN DE ACTITUD

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"Yo tenía dos posibilidades en la vida: ser un ratón de biblioteca o un tipo súper sociable: decidí irme por la segunda parte", dice Francisco Undurraga Gazitúa, quien nació un 29 de septiembre de 1965 sin su brazo derecho y sin sus piernas. Cincuenta años después, casado hace 21 años, padre de tres hijos, tiene 300 personas a su cargo como gerente del Emporio La Rosa, y trabaja en la inclusión de las personas con discapacidad de las empresas. También lo han sondeado para que sea político."Desde chico siempre supe lo que podía o no hacer. Vencí muchas dificultades, y en vez de triste, me sentía feliz por las cosas que lograba. Era capaz andar a caballo, de nadar, de jugar fútbol". Quizás fue, piensa, porque nació así. "Fue una ventaja porque fue distinto a una persona que a los 19 años se saca la cresta en moto y pierde un brazo. Para mí es normal ponerme todos los días prótesis y salir a caminar, un poco más cojo que el resto, pero no anormal".

Nunca lo sobreprotegieron. De aprender a vestirse y a hacer su cama en adelante, todo fue igual que el resto. Su familia no giró en torno a él. Su mamá –la escultora Teresa Gazitúa– nunca dejó de trabajar y su papá siempre lo incentivó a tener opinión. Francisco jugaba fútbol en el San Ignacio. "Éramos 1400 alumnos y el único con alguna dificultad física era yo". Como era inquieto, algunas veces sus compañeros le escondían las prótesis. Pero él se reía con ellos. "Nunca sentí que mi vida fuera una teleserie", dice. Tiene mucho sentido del humor. Y mucho carácter.

Cada uno de sus niños le ha preguntado en su momento qué le pasó. "Y les contesto qué nací así producto de un accidente automovilístico que tuvo mi madre cuando me estaba esperando". Al resto les dice lo que se repite a sí mismo, "que la vida no se acaba, que empieza que es fantástica y que vale la pena vivirla con todas las dificultades que tienen".

LA VIDA ES UN VIAJE

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La francesa Anne Ponsford (54), radicada hace cuatro años en Chile, pasó de la felicidad absoluta a la desdicha en solo un año. Pero se volvió a levantar. Médico de profesión, desde los 25 años trabajaba como azafata en Air France, pues volar es su vocación. "Era tan feliz ahí, que no podía creer que me pagaran por hacerlo, ¡si era mejor que estar de vacaciones!", dice. Fue en un vuelo de París a Bogotá que conoció a su marido y padre de sus cinco hijos. Con él vivió en Argentina, Francia, Estados Unidos, Grecia y Dubái. Pero cuando se radicaron en Chile, él le pidió que dejara de trabajar porque era demasiado el tiempo el que estaba fuera, considerando que debía viajar a París para, desde ahí, hacer sus recorridos que a veces duraban una semana. En 2014 renunció, poco tiempo después se fracturó una pierna en un accidente a caballo y estuvo seis meses sin caminar. Y luego le detectaron un cáncer de mamas. "Fue un periodo pésimo, pero me ayudó a reformular mi vida. Una frase muy importante fue: el viaje de la vida es pasar del miedo al amor. El miedo es lo que te paraliza y que le impide a la gente ser feliz. Dejar de trabajar y después sufrir estos problemas de salud me cerró muchas puertas. Pero logré ver que también me abrió otras: la puerta de la sabiduría, de la aceptación, de hacer crecer el alma. La primera parte de la vida uno nutre mucho su ego con los éxitos. Hoy estoy interesada en nutrir la parte más importante: la espiritual, la que me permite agradecer que estoy viva". En esta nueva etapa de su vida, Anne hace yoga y juega tenis todos los días y hace seis meses tomó un curso de mindfulness. Además, presta asesorías de coach.

GANARSE EL LOTO

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El estudiante de Ingeniería Comercial Franco Margas (22) tenía 11 años cuando se ganó el Loto con una de las revanchas más altas que se han pagado: 660 millones de pesos. Desde los 9 años tenía un trato con su madre, Paola Meneses (47): cada lunes iban a la agencia de juegos de la Polla, ubicada en el centro de Buin, donde Franco compraba por adelantado para el sorteo del martes, jueves y domingo con revancha. La madre pagaba el boleto y Franco, que tenía suerte en el juego, elegía los números; si ganaban, el premio se repartía en partes iguales. Durante más de un año obtuvieron premios de 5, 10, 15 y hasta 100 mil pesos. "Con esa plata hacía maravillas en el colegio, porque 10 lucas para un niño es mucho", asegura Franco. Hasta que un día pasaron fuera de la agencia y vieron un cartel que decía: acá se vendió el boleto ganador. Tenía anotado los números ganadores: 6, 8, 9, 10, 11 y 31; eran los números que Franco siempre jugaba. "Recuerdo la euforia de ese momento. Lloré de emoción: no era capaz de dimensionar cuánta plata era eso", recuerda Franco quien, desde ese día, pasó a ser conocido como el niño que se ganó el Loto. Parte del premio lo invirtieron en cambiarse a una casa más grande, en mejorar la empresa familiar y en poner a los niños en un mejor colegio. Pero no hubo lujos ni viajes. Guardaron ahorros para que los cuatro hijos fueran a la universidad y para tener un colchón para algún momento difícil. Franco reflexiona: "Nunca más jugué al Loto. El juego perdió el sentido cuando gané ese premio tan grande. Porque lo que me hacía feliz era la diversión de jugar y este rito con mi mamá de pasar todas las semanas a comprar un boleto. En todo caso, sigo teniendo suerte; siempre gano premios o regalos".

DARLE EL PALO AL GATO

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Cuando tenía apenas 22 años, el médico Sergio Vargas (25) dio el palo al gato en una importante investigación para detectar el cáncer de tiroides: siendo estudiante de Medicina de la Universidad Católica, junto a un grupo de investigación del Laboratorio Consorcio Biotecnológico de Medicina a cargo del cirujano oncológico Hernán González, desarrollaron un modelo bioestadístico que permite predecir si un nódulo encontrado en la tiroides es benigno o cancerígeno, evitando una intervención quirúrgica innecesaria y el consumo permanente de Eutirox. Un logro tremendo para un universitario.

Cuando surgió la necesidad de encontrar un método para analizar los datos, decidí hacerme cargo. Tomé cursos en línea de Bioestadística y Bioinformática y compré varios libros; hice una investigación muy autodidacta", cuenta. A fines de 2013 ya habían probado el modelo en 200 muestras médicas y había funcionado. La idea fue patentada a su nombre, el del doctor González y el biólogo Rodrigo Martínez. "Cuando uno trabaja en investigación el 99% de las veces fracasas y ese 1% tiene mucho de suerte. Pero es fantástico cuando ves que llega un dato, lo pruebas y tu modelo funciona", confiesa.

Y agrega: "Para mí la felicidad no es haber tenido un éxito como investigador siendo joven: soy muy consciente de que con el avance de la tecnología es posible que en unos años algunos científicos logren modelos mejores que el nuestro. Entonces, el éxito es momentáneo. Lo que me hace feliz, más bien, es estar haciendo lo que me gusta", asegura Sergio, que fue aceptado en un doctorado de Ciencias Médicas de la UC y pretende dedicar parte de su vida a la investigación.

SABER HACERLA

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Lidia Navarrete (48), al igual que sus 6 hermanos, empezó a trabajar a los 13 años, cuando su papá murió. Fue vendedora, promotora, niñera y nana para poder costear su alimentación, vestuario y estudios. Hoy es dueña de una empresa de aseo industrial llamada Lens en la que trabajan 70 personas y que tiene entre sus clientes al puerto de Antofagasta, donde realiza mantención de equipos y maquinarias, además de la limpieza de galpones y obras de maestranza. "Siempre he buscado las oportunidades para progresar. A los 16 me vine de Osorno a Antofagasta, porque aquí había más trabajo. Y conocí a quien es hoy mi pareja que es igual de trabajador y emprendedor que yo. Juntos creamos esta empresa y nos esforzamos hasta que la hicimos", asegura Lidia, quien inicialmente ofrecía colaciones a distintas empresas y luego se amplió al rubro de la limpieza industrial. El salto ocurrió hace 11 años cuando ganaron la licitación para ocuparse de la higiene del puerto, su cliente más importante. La jornada de trabajo de Lidia comienza a las 8 de la mañana y termina a las 6, pero en muchas ocasiones se extiende hasta las 10 de la noche, y suele estar llena de reuniones e imprevistos. "Esto ha sido uñas y dientes, puro trabajo. No me quejo, porque estos años hemos tenido una buena vida y hemos logrado cosas que nunca imaginamos", cuenta. Gracias al crecimiento de su empresa, pudieron cambiarse a una casa de cinco dormitorios y gran patio, pudo costear la carrera de sus dos hijos y hacerse cargo del cáncer de su mamá. "Uno trabaja harto, pero lo hace con un objetivo. Y aunque digas que el dinero no tiene que ver con la felicidad, sí lo tiene. Te mejora mucho la calidad de vida y te da mayor estabilidad", reflexiona.

REENCONTRAR PARA PERDONAR

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María Soledad Peñafiel (60) creció sin papá: cuando tenía 3 años la abandonó y su madre perdió toda pista de él. Creyó que nunca llegaría a conocerlo y nunca se atrevió a buscarlo. Pero internamente, siempre quiso saber de él. Cuando tenía 44 años –separada y con dos hijos– Héctor Peñafiel Videla, su padre, la buscó. "En ese tiempo yo tenía una librería esotérica y di una entrevista sobre un libro en la radio Minería. Al despedirme dieron mi nombre completo y la dirección de la librería y, coincidentemente mi padre –quien estaba en Valparaíso– lo escuchó. Viajó a Santiago en cuatro oportunidades, se paró frente a las puertas de mi librería y no entró. Hasta que un día se atrevió", cuenta. Y recuerda el abrazo y las lágrimas de ese primer encuentro. "Cuando lo tuve frente a mí supe que mi corazón estaba sano, que no sentía rencor ni odio y que lo perdonaba". Había recuperado a su padre y durante meses fueron inseparables, porque tenían que descubrirse el uno al otro. Así supieron que a los dos les encantaba el mango, la sandía y la leche asada, aun cuando a ambos les caía mal la leche. Tres años más tarde, Héctor falleció de un infarto. "Sentí una pena enorme, me habría gustado que tuviéramos más tiempo, pero siempre me quedé con la satisfacción de que tuve un padre que me quería y que siempre pensó en mí. Fue el tiempo preciso para sanar heridas y tener esa paz interna", cuenta.

ADRENALINA PURA

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El publicista Claudio Troncoso (37) y su pareja, la profesora de Educación Física Paula Ivovich (27) saltan desde un avión a 4.000 metros y vuelan en paracaídas 12 veces a la semana. Es su trabajo –tienen una productora audiovisual aérea– pero también es un momento de gran plenitud: los hace sentir vivos. "Siempre soñé con volar. Veía en películas y comerciales cómo la gente saltaba de los aviones y alucinaba. Yo quería estar ahí", cuenta Claudio. Su sueño lo cumplió a los 22 años, cuando estaba estudiando en Barcelona y visitó Skydive Empuriabrava, en Costa Brava, el centro de paracaidismo más grande de Europa. Tan fuerte fue la experiencia que decidió que se dedicaría a ello el resto de su vida. En el mismo centro de Barcelona se formó como paracaidista y luego se quedó tres años como instructor y camarógrafo aéreo. Fue durante esos años que conoció a Paula, una chilena que estaba viviendo en Francia y también era una aficionada paracaidista. Juntos volaban 11 veces al día. Convencidos de su vocación, en 2013 regresaron a Chile y, junto a otros tres socios, crearon su productora de filmación área Circo Volante. "Desde que empecé a volar vivo la vida con otro sentido. Ha cambiado mi forma de ver las cosas, me tomo todo con más tranquilidad porque me conecté con la verdadera alegría de la vida", dice Paula. Y Claudio agrega: "Estar ahí arriba es dejar de lado todos los problemas: no existen los temas cotidianos. Eres tú y el cosmos, se da una unión muy power. Y, como uno está desafiando a la muerte –somos conscientes de que cada salto puede ser el último–, eso te hace sentir vivo. Es la mejor sensación del mundo".

COMPARTIR LA NATURALEZA

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Hace doce años que la socióloga Catherine Kenrick (72) decidió hacerse cargo de 14 mil hectáreas en la V Región, que limitan con Argentina en la Cordillera de Los Andes, que heredó su familia de su abuelo. En vez de venderlo o explotarlo, como hicieron generaciones anteriores, decidió apostar por una causa conservacionista. Inspirada en el ecologista Douglas Tompkins –a quien admira– paulatinamente logró convertir el predio en un parque privado abierto al público: el Parque Andino Juncal. No fue sencillo. El terreno, de una inmensidad abrumadora, estaba lleno de basura y mal cuidado, luego de haber sido usado para explotación minera, maniobras militares y veranadas, como se denomina a llevar al ganado a pastar en verano. "He sacado varias toneladas de basura. Y todavía queda", dice. Catherine ya tenía 60 años cuando se metió en esta causa. Fue fortuito: nadie más en su familia podía hacerse cargo. "Solo había estado una vez aquí, pero cuando vi este lugar rodeado de ríos, vegas, montañas de 5 mil metros y más de 20 glaciares, quise protegerlo. Y decidí hacerme cargo, sin tener idea de montaña, pero siguiendo mi instinto", relata. El proceso le significó una serie de desencuentros con ganaderos, cazadores furtivos, mineros, empresas hidroeléctricas y fuerzas militares. En el año 2010, el Parque Andino Juncal fue designado sitio Ramsar, denominación que se da a terrenos que cuentan con humedales de importancia internacional que deben ser protegidos; ella ha constatado que hay por lo menos cinco. Catherine dice estar orgullosa de lo logrado y relata que recientemente observó a una pareja de guanacos, señal de que se sienten seguros. "Hay tantos lugares como estos que los privados mantienen cerrados al público. No creo en la conservación a puertas cerradas, esta es mi manera de contribuir al planeta. Pero queda mucho por hacer. No pienso irme todavía".

NON STOP

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"Mi vida es vacaciones". Ese es el estado de WhatsApp de María Asunción Lyon (41), gerenta de sustentabilidad de un banco, quien insiste en que no diferencia en nada un lunes de un sábado. Ha tenido más de seis cargos en la organización y en todos sus equipos ha sido "la trabajólica", la que llega primero y se va última, la que se salta los almuerzos, la que responde los mails al instante, sea cual sea el horario, y envía WhatsApp de trabajo los fines de semana. "Me fascina la adrenalina que me da la pega. No es que no me canse, pero me apasiona y lo transmito así en la oficina y en mi casa, con mis tres hijos". De 14, 10 y 6 años, están acostumbrados a que la mamá salga a las 7 y vuelva a las 10 y que cuando llegue se acueste un rato en la cama con cada uno. "No me da culpa no estar más en mi casa, porque ellos son felices, con una vida de niños súper armada. Y eso en gran parte se los he transmitido yo con el ejemplo: que estén contentos con lo que hacen". Su personalidad trabajólica la forjó por necesidad. Cuando entró a Ingeniería Comercial, era difícil para sus papás pagar toda la carrera, entonces en vez de sacarla en cinco años lo hizo en cuatro, mientras trabajaba de forma paralela en su emprendimiento Eventos Lyon. Además, estudiaba Comercio Exterior de noche. "Siempre estuve a full, me acostumbré a ese ritmo de vida. Al principio no me quedaba otra, tenía que ir en busca de oportunidades. Me quedó gustando y el trabajo es lo que me mueve, lo que me hace feliz. La gente me dice: '¿pero nunca te desconectas?' y yo les digo que uno no es divisible. No soy una en el trabajo y otra en la casa. Las cosas que me preocupan en la oficina, obvio que me siguen preocupando sea la hora y el día que sea, y esté donde esté. Y me encanta que así sea".

COMER SIN CULPAS

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La vida del periodista gastronómico Álvaro Peralta (40) gira en torno a la comida. "Vivo con hambre porque trabajo con comida, converso sobre comida, leo de comida, veo documentales de comida. Y, aunque llevo 14 años así, no me aburre nunca: de hecho lo disfruto demasiado", dice. Y ha sido así desde siempre. Los recuerdos que tiene de su infancia en Santa Cruz, son gozando con "comida de grandes": todo lo picante, pebre y patas de chancho. "En los asados familiares yo pedía que me dieran los interiores y le insistía a mi mamá que me dejara tomar el café solo, sin leche", recuerda. Así, creció comiendo a la par de los adultos, alternándose entre su casa, el Club Social de Santa Cruz y el Lomit's cuando venía de visita a Santiago. La comida era definitoria para decidir con quién pasar el tiempo libre. "No me gustaba ir a la casa de mis compañeros donde cocinaban mal o eran poco contundentes los platos". Ya radicado en Santiago, y trabajando como periodista de crónicas en The Clinic, comenzó a escribir columnas de gastronomía bajo el seudónimo Don Tinto. Fuera de ese medio continuó especializándose y hoy trabaja ciento por ciento como periodista gastronómico freelance.

"Para que comer sea sublime, debe haber una muy buena combinación de sabores y contexto. Yo siempre cuido la forma. Cuando almuerzo solo en mi casa, igual pongo la mesa y me sirvo una copa de vino. Es como un rito, nunca es un trámite. El panorama perfecto son esos almuerzos con amigos, donde se sirve aperitivo, entrada, almuerzo, postre, y después un trago largo. Y tipo cinco de la tarde se vuelve a poner la mesa para tomar té. "Ésa es mi favorita, pero les tengo cariño a todas las instancias: ver un partido de fútbol solo, con una cerveza y unas aceitunas, me hace gozar mucho también. Tengo un balcón que riego, tarde en la noche, y a veces aprovecho de fumar un cigarro y tomar un vodka tónica. Tomar un trago con las patas en la baranda del balcón a las 11 de la noche en diciembre es a toda raja. Algunos dirán que no tienen tiempo, pero si no te haces el tiempo para lo que sea que te hace feliz estás sonado".