Princesa Mononoke, la loba que nos habita

Princesa Mononoke



Cada vez que veo la película Princesa Mononoke (1997), escrita y dirigida por Hayao Miyazaki, se me recoge el pecho, se me eriza la piel. Me inspiro. El creador de películas como Totoro y El viaje de Chihiro nos sumerge profundamente en los mundos que genera y nos traslada a emociones instintivas que vienen de la guata. Hay algo en sus seres que nos conecta con nuestros propios seres y lo interesante es que sus protagonistas casi siempre son mujeres y los hombres cumplen el rol de compañeros que las ayudan y las acompañan en sus misiones. Es sorprendente que desde el inicio de su filmografía, a fines de los 70, el feminismo haya estado presente en su creación, con personajes que no tienen un género definido o mujeres libres con historias en donde el amor de pareja no siempre es lo primordial: hay problemáticas y reflexiones sobre la existencia y la naturaleza que son más importantes.

Princesa Mononoke (San) es uno de estos personajes de Miyazaki que no te sueltan nunca más. Su garra y su convicción me han acompañado desde que vi por primera vez esta película sin saber que había detrás un profundo pensamiento feminista antiespecista –es decir sin jerarquías entre especies que habitan el mundo– y un ideal de lucha global que intenta acabar con la dominación de las mujeres y con la del resto de los seres oprimidos, incluidos los animales. Hace poco volví a ver de nuevo esta película y conecté todos sus símbolos, diálogos y personajes con nuestra actualidad: la lucha por la emancipación que llevan los pueblos indígenas, la extinción de miles de especies animales, la progresiva destrucción de los bosques y la pandemia, cuyo virus invisible y desconocido nos obliga a guardarnos en nuestras cuevas.

San es una hija humana adoptada por unos lobos que habitan el bosque prohibido (como le llaman los humanos), amenazado por el extractivismo desmedido de hierro, la tala de árboles y la matanza de animales. San sabe que es humana, pero odia a su especie y se reconoce como una loba. Junto a su manada intenta acabar con quienes invaden su bosque y la envuelve un instinto salvaje de proteger a los suyos incluso si eso implica morir. Quienes lo explotan es una aldea poco consciente –con el transcurso de la película esto va cambiando–, con un sistema de organización matriarcal, que pretende a toda costa apoderarse de sus recursos y eliminar a los seres que lo habitan: espíritus de los árboles, dioses animales –como jabalíes, lobos y monos– y el espíritu del bosque, un dios con forma de ciervo que sana y hace crecer todo a su alrededor.

"Los árboles lloran al morir pero no los puedes oír. Sufro con el dolor del bosque, lo siento en el pecho", dice en una escena uno de los lobos. En este bosque todos sus seres, incluida San, están interconectados sin jerarquías, porque es un ecosistema donde cada uno es importante para el otro. No hay recursos –como se entiende desde la mirada humana– sino seres en red que conforman un equilibro perfecto para la vida.

San, aunque lleva una difícil lucha, es libre, corre por los bosques y deja fluir su naturaleza de forma instintiva. En su rol de guardiana protege su hábitat, pero también a sí misma: la mujer salvaje no quiere ser rescatada de ahí, no quiere ser civilizada ni domesticada.

"No es ninguna casualidad que la prístina naturaleza virgen de nuestro planeta vaya desapareciendo a medida que se desvanece la comprensión de nuestra naturaleza íntima salvaje. No es difícil comprender por qué razón los viejos bosques y las ancianas se consideran unos recursos de escasa importancia (…) Tampoco es casual que los lobos y los coyotes, los osos y las mujeres inconformistas tengan una fama parecida. Todos aquellos comparten unos arquetipos instintivos semejantes y, como tales, se les considera erróneamente poco gratos, total y congénitamente peligrosos y voraces", escribió en las primeras páginas de Mujeres que corren con lobos la analista junguiana Clarissa Pinkola en 1993.

La princesa Mononoke representa ese arquetipo de la mujer salvaje que habita en nosotras de manera oculta: hay una carga histórica que nos ha obligado a negar nuestra conexión con la naturaleza siendo que somos quienes cargamos la vida dentro. Nuestro potencial espiritual, nuestro erotismo y nuestros deseos los han tildado de fantasías, nos han llamado locas cuando nos sentimos libres, perras por mostrar el cuerpo, brujas cuando mostramos conexiones con el mundo espiritual.

Y a pesar de que para habitar nuestra sociedad nos hemos tenido que regir por varias estructuras que coartan esas pulsiones, ese animal salvaje, mamífero, rápido e instintivo, de cuatro patas, nos sigue acechando adonde sea que vayamos. Su sombra nos recuerda que somos parte de un sistema natural, caótico y sin deliberación que es más grande que nuestra propia humanidad.

*En Netflix, por convenio con Studio Ghibli, se puede encontrar casi toda la filmografía de Miyazaki, incluyendo Princesa Mononoke.

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