“En mis 31 años de vida, hay un antes y un después que marca el cómo enfrento mis relaciones. Para llegar a esa decisión, hubo varios momentos claves que finalmente le abrieron el camino a lo que es hoy mi opinión personal respecto a los vínculos afectivos. Recordemos que es únicamente mi visión –que tiene que ver con mi experiencia– y que por ningún motivo me cierro a la posibilidad de que con el tiempo vaya cambiando. Pero por ahora, y de un tiempo a esta parte, es la que me ha hecho sentido.

Cuando tenía 25 años leí La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, y me cuestioné todo lo que hasta ese entonces creía entender del amor. En la novela se relata la historia de cuatro personas cuyas vidas se entrelazan de manera afectiva y sexual, de alguna u otra manera. Están Tomás y Teresa, quienes el autor presenta en una primera instancia como pareja; Sabina, la amante de Tomás; y Franz, la eventual pareja de Sabina. Fue con ese libro -aun lo recuerdo con claridad- que entendí que el amor no es absoluto, que adquiere distintas formas y que hay una infinidad de maneras de amar o de relacionarse. También entendí que tener una relación paralela, dependiendo del contexto, no implica que se quiera menos a la pareja. Y por último, que el amor –esa palabra tan amplia y ambigua– abarca mucho, es complejo y en él se encuentran una infinidad de matices que para el ojo de aquel que se ha atenido a una única norma, son incomprensibles.

Con ese libro supe que más temprano que tarde cambiaría mi manera de relacionarme. Y durante un tiempo, así fue. Las dos relaciones que vinieron después, casi por obligación, fueron planteadas como relaciones abiertas. Quizás no desde el principio, pero en algún punto mi pareja o yo, planteábamos la posibilidad de abrir la relación y de relacionarnos libremente con otras personas. Entendiendo que eso no significaba que nuestro vínculo se había opacado, o que nos quisiéramos menos.

Esas veces sentí que era lo que quería hacer y que al hacerlo, estaba siendo fiel a lo que a mí me había hecho sentido, a lo que yo había planteado como mi propia norma o ideología de vida. Quería cuestionar esa que había regido hasta entonces, quería estar en todas y ver hasta qué punto era capaz de llegar. Pero había un vacío y algo me hacía ruido. Las inquietudes y los cuestionamientos no tardaron en llegar: ¿Lo estaba haciendo porque quería o porque en ese minuto sentía que si no lo llevaba así, no se iba a dar? ¿Una fórmula que me hacía sentido se había transformado en una limitante? ¿Me estaba encarcelando a mí misma? Y a su vez, ¿qué tanto de esa facilidad con la que decidía abrir la relación tenía que ver con que quizás no me gustaban tanto las personas con las que me estaba relacionando? O, incluso, con una dificultad por abrirme y darle paso a una real y profunda conexión con mis emociones.

Con el tiempo esos cuestionamientos se canalizaron y la inquietud que agarró fuerza fue la siguiente; Ese estilo de vida, o de relacionamiento, me permitía tener un supuesto –y falso– control de la situación y a su vez me facilitaba el desapego emocional. En la medida que las relaciones se abrieran, yo me cuidaba de tener que abrirme realmente, exponerme y mostrarme vulnerable con el otro. Porque el foco se desviaba. No le estaba dando tiempo ni espacio a esa relación para que nos conociéramos realmente en profundidad. O para que la energía estuviera puesta ahí, con todo lo que eso significa. Porque claro, eso era riesgoso. Ahora sé que el riesgo de salir heridos siempre está, y encapsularnos no nos salva de eso.

Finalmente, hace un año conocí a una persona y desde el inicio la dinámica se dio con mucha naturalidad. Hablábamos de absolutamente todo, incluso cuando eso significaba entrar en ámbitos incómodos o que para el poco tiempo que llevábamos, podían parecer intensos. Y de a poco fuimos pavimentando el camino para una relación en la que, por sobre todo, priman la comunicación y la honestidad. Y en la que ambos nos hemos sentido lo suficientemente cómodos como para exponernos y mostrarnos en nuestros estados supuestamente vulnerables, sin necesariamente tener que cumplir los roles que usualmente cumplimos en el día a día. Porque entendemos que somos eso pero también mucho más. Y en esta relación decidí que lo mío es la monogamia. Pero no por una cosa moral ni impositiva, sino que porque el momento que pude vincularme de manera tan cercana y honesta con alguien, me di cuenta que mi energía no es inagotable y que si me gusta alguien de verdad, quiero poder depositarla ahí. Es casi algo práctico; los recursos no son infinitos, no hay para todo y las energías se contaminan. Por eso, estando en esta situación, no me da para estar en otra a la vez. Y no solo no me da, quiero poder nutrir esta, y quién sabe, luego nutrir otra, pero por ahora dedicarle mi tiempo y mi espacio a esta. Dure lo que dure.

Y es que quizás lo que ha estado mal planteado no es la monogamia. Quizás lo que nos hizo tanto daño y generó tanta frustración es la idea de que las relaciones tienen que durar para siempre, y que si no es así, son un proyecto fallido. Es por eso, quizás, que con tal de no terminar, somos capaces de tolerar o darle cabida a cualquier cosa, incluso cuando nos sentimos transgredidos. Hoy creo que las relaciones que decidí –o acepté– abrir, no tenían mucho de relación. Eran cómodas, y quizás no me gustaron tanto. O, incluso, puede que haya encontrado en esa apertura una manera de extender esas relaciones, cuando en realidad ya no quedaba tanto y ninguno de los dos quería asumir que terminarla era la única opción. Sigo pensando que hay millones de formas de amar, y que el amor es amplio y complejo, pero pasa algo cuando entendemos que no es grave que las relaciones se terminen; las despojamos de cierta gravedad y por ende somos capaces de depositar nuestra energía ahí, sin miedo, y sin necesidad de esparcirla en otros lados. Asumiendo que esa es una etapa, y que quizás después vendrán otras”.

Fernanda Medina M. (31) es investigadora y cientista política.