Sabemos que en la pubertad comienzan muchos cambios en los niños y niñas, desde corporales, emocionales, académicos, de conducta, y de comunicación con sus padres. Muchas veces nos dan tips a los padres, que son muy bienvenidos, pero nos falta entender la verdadera razón “más allá que sea la pubertad” del cambio de nuestra hija o hijo. Si no entendemos qué les está pasando en su mundo emocional es difícil que logremos ser empáticos y contenerlos en esta etapa, logrando así mantener esas estrategias que queremos implantar.
Tal vez muchos están pensando “cuando yo era púber mis papás no se preocupaban o leían tanto”, o “todos pasamos por esta etapa y sobrevivimos”. Es cierto, pero no por eso vamos a dejar de acompañar a nuestros hijos de manera más informada y mejor, sobre todo cuando esta generación vive expuesta, ya sea a una cantidad de información que no saben procesar y a redes sociales que les imponen ciertos cánones físicos y de conductas, estando más vulnerables a la presión de sus pares y a la comparación con ellos.
La pubertad es un espacio ambivalente, se transita entre la niñez y adolescencia, sintiendo una sensación de soledad y vacío, sin saber muchas veces lo que les sucede y/o con quién hablar sobre lo que están experimentado. Es una etapa que dura alrededor de 3 años, dando un margen entre los 10 y 13 años, en donde los niños comienzan a percibir cambios físicos, que muchas veces los viven como duelos y con miedo, ya que tienen que acomodarse a un nuevo cuerpo, y en ciertas ocasiones sus pares no están en la misma etapa anatómica, generando en ellos mayor inseguridad. Los cambios físicos pueden verse por el adulto como un etapa más, sin embargo son una experiencia de confusión, que generan sentimientos intensos, como los nombrados anteriormente y que muchas veces el niño no comparte, no porque no quiera, sino porque cree que no son válidos ya que el discurso adulto es “todos pasamos por esto”.
A nosotros los padres no se nos enseña la importancia de ir acompañando a nuestros hijos en esta etapa, de la relevancia de conversar sobre sus sentimientos, de contener sus miedos e inseguridades, su tristeza y rechazo al querer crecer. Para nosotros también es confuso, ya que percibimos que en ellos hay un ansia de independencia pero al mismo tiempo conductas infantiles y de dependencia, sumando cambios de humor, apatía, letargo y cierta desmotivación, haciéndonos entrar en tensión con ellos. No podemos olvidar que nosotros somos los adultos y que debemos buscar formas para acercarnos a ellos, a pesar de que creamos que lo único que buscan es alejarse.
Enfrentarse a un nuevo cuerpo que expresa características de adulto, pero al mismo tiempo en un envase pequeño y con una emocionalidad frágil, no es fácil. Preguntarle a nuestros hijos que están sintiendo con estos cambios, que necesitan para acompañarlos, ser capaces de mirarlos a los ojos y poder leer su miedo frente a esta etapa, ayuda no solo a que ellos se sientan contenidos y bajen sus niveles de irritabilidad, sino también a construir un puente de comunicación no verbal imprescindible para enfrentar luego la adolescencia.
Conversando con una gran amiga, me comentaba que a pesar de que la comunicación con sus hijos/as en esta etapa le era difícil, le servía darse cuenta y valorar como poco a poco ellos mostraban mayor capacidad de fundamentación y pensamiento crítico, reconociendo en ellos/as su crecimiento, centrándose en esas características positivas que comienzan a aparecer más que en aquellas que empiezan a desaparece, lo cual puede ayudar a fortalecer el vínculo.
Josefina Montiel es psicóloga clínica.