Día 1. Domingo 30 de diciembre. María Ignacia.
Estamos celebrando la despedida de una compañera del trabajo en el quincho de mi edificio. Los conserjes nos han pedido que bajemos el volumen de la música varias veces, pero acabamos de improvisar un karaoke y nadie quiere dejar de cantar. De repente veo que se acerca una vecina. Es una mujer joven, de no más de 30 años, que nos dice que no puede dormir por los gritos y la música, y nos avisa que se unirá a nuestra reunión. Todos quedamos un poco desconcertados, pero la homenajeada la invita a pasar y le sirve un trago. Ella se sienta a unos metros de mí y me pregunta por qué estamos celebrando. Le explico que somos todos periodistas y que mi amiga comenzará un nuevo trabajo después de Año Nuevo. También le cuento que todos los presentes nos conocemos hace al menos dos años y que estamos tristes por su partida. María Ignacia cuenta que es arquitecta y que le encantaría trabajar con un grupo tan unido como el que parecemos tener. Mientras los demás siguen cantando a todo volumen, ella me pregunta en qué piso vivo y hace cuánto tiempo. Le relato esa información brevemente. Yo sigo atendiendo a los invitados, mientras ella continúa la conversación con mi pololo, que está sentado entre medio de nosotras. Pasan unos minutos y ella pide la palabra. Nuevamente quedamos asombrados por su personalidad. Da las gracias porque la recibimos y le envía un mensaje de éxito a la colega que partirá un nuevo desafío la próxima semana. Luego se sienta y vuelve a decirnos que la música está fuerte, pero que antes de llamar a Seguridad Ciudadana prefirió bajar y participar de la celebración. Yo le agradezco por su gesto, y le explico que casi nunca molestamos a los vecinos con nuestros ruidos. María Ignacia se toma unas piscolas y minutos después vuelve a su casa.
Día 2. Lunes 31 de diciembre. Marcia.
Son las 16.30 horas del último día del año y después del trabajo corro hasta el Apumanque para alcanzar a depilarme. Casi todas las peluquerías están prontas a cerrar, pero encuentro una abierta. Después de esperar casi media hora, me atiende una joven un poco desganada. Mientras ella calienta la cera, intento buscarle conversación, pero al principio es reacia a contestar. Le digo, a modo de disculpa, que yo también he estado trabajando todo el día y este es el único momento que tuve para venir. Ella me cuenta que está un poco molesta porque la administradora del local les dijo que cerraría la peluquería a las 17.00 horas, pero cuando son cinco para las cinco de la tarde las puertas aún continúan abiertas. Le pregunto si al menos gana más dinero estos días, pero ella hace una mueca que interpreto como un no. Prefiero no continuar hablándole para no retrasarla más, salvo para decirle cuando la cera está muy caliente. Antes de que termine la sesión, lo intento de nuevo y le pregunto por sus planes. Me responde que no cree que llegue a tiempo a su casa, y con tono de resignación agrega que tendrá que "correr" de un lado para otro para alcanzar a hacer todo. Antes de desocuparse conmigo, grita desde el interior del box que no aceptará ninguna otra hora más porque se tiene que ir rápido. Me apuro en vestirme y me despido de ella, agradeciéndole por su tiempo y deseandole un buen año.
Día 3. Martes 1 de enero. Julio César.
Estoy en San Damián pasando el feriado de Año Nuevo en casa de un amigo cuando a las 19.00 horas recibo el llamado de mi mamá avisándome que pasará por mi casa. Me apuro en pedir un Uber, porque me imagino que va a tardar en llegar y entre risas pienso en las preguntas que me hará el chofer cuando me suba al auto tratando de descifrar si soy una habitante de esa casa o una trabajadora. Lo pienso porque me ha pasado antes. El conductor se llama Julio César y rápidamente me busca conversación. Me pregunta dónde pasé el Año Nuevo, y hacia dónde me dirijo. Antes de entregarle cualquier información, me adelanto en aclararle que la casa en la que me recogió es la de los papás de un amigo. Me responde con un "ahhh", como si todo le hiciera sentido. La radio está encendida. De fondo escuchamos cómo un periodista relata la ceremonia de cambio de mando en Brasil. El despacho termina con las declaraciones que dio el Presidente Piñera desde Sao Paulo sobre Jair Bolsonaro: "Si quieres conocer a un hombre, dale poder". Tras escuchar esa frase, Julio César me dice: "Toda la razón" y me pregunta por mi opinión sobre Bolsonaro. Le respondo que no me gusta y que no encuentro que sea un valor insultar y menoscabar a ciertos grupos de la sociedad bajo la excusa de la "libertad de expresión". Él se queda pensativo, pero no me da su opinión y prefiere cambiar el tema. Me pregunta a qué me dedico. Le cuento que soy periodista, y empezamos a hablar sobre mi trabajo. A él interesa saber si he viajado y si conozco a autoridades como ministros o diputados. Le comento que conozco a algunos y que a veces son más simpáticos o más pesados de lo que uno se imagina. Me dice que siente desconfianza hacia los políticos porque, en su opinión, trabajan por sus intereses y no el de los ciudadanos. Le digo que yo a veces también pienso lo mismo y que me siento decepcionada. Mientras seguimos conversando sobre el tema, llegamos a mi departamento. Me despido y le deseo un Feliz Año Nuevo. Él me responde lo mismo.
Día 4. Miércoles 2 de enero. René.
René es el chofer que hoy me fue a buscar a mi casa para llevarme a Viña del Mar, porque acompañaré a mi mamá a una actividad de su trabajo y la invitación incluía el transporte. No fue difícil entablar conversación con él. Es un hombre que tiene sobre 50 años y que rápidamente comienza a preguntarme detalles sobre el paseo que realizaremos. Le comento que no sé muchol, pero que encuentro que este es un lindo gesto de la institución hacia sus trabajadores. Él me dice que tendremos suerte porque el día estará bonito en Viña. Yo le cuento que el calor me tiene un poco agobiada, así que estoy ansiosa por escaparme de la ciudad. Me pregunta si conozco Reñaca. Le respondo que sí, y que desde que los papás de una amiga se compraron un departamento allá he podido viajar más seguido. Él me cuenta que es de Valparaíso y que la región ya está llena de turistas que se quedaron después del Año Nuevo. Sin embargo, me aclara que este año bajó drásticamente la presencia de argentinos por la crisis económica. Le comento que el año pasado viajé a Buenos Aires por trabajo y me sorprendí con los elevados precios, lo que me permitió entender claramente por qué a los trasandinos les gusta tanto viajar a Chile. Él me dice que aunque a veces le resulte molesto la gran cantidad de visitantes que llegan hasta Valparaíso y Viña, eso trae beneficios económicos para todas las personas que trabajan ofreciendo servicios, como es su caso. Le encuentro razón y le digo que espero que la situación se normalice pronto. Y así se nos pasa la hora y media hasta que llegamos al destino.
Día 5. Jueves 3 de enero. Loreto.
Ya estoy en Reñaca con mi mamá acompañándola en la actividad de su trabajo. Allí conozco a Loreto, una mujer de 60 años muy simpática que se acerca a saludarnos. Cuando llevamos unos minutos de conversación, me percato de que tiene puesto sobre su dedo índice de la mano derecha una especie de "funda" tejida a crochet. Antes de que podamos preguntarle algo, ella nos cuenta que tuvo un accidente doméstico donde se cortó el dedo. La interrumpo para preguntarle a qué se refiere con la palabra "cortar". Ella nos explica que estaba abriendo la puerta de su edificio para sacar a pasear a su perro cuando esta se cerró de golpe, partiéndole ese dedo por la mitad. Al principio me quedo un poco impávida imaginándome la escena, pero de inmediato comienzo a hacerle preguntas como si estuviera reporteando un accidente: ¿Cómo fue? ¿Te dolió? ¿Guardaste el pedazo de dedo? Ella continúa la historia explicandonos que no sintió dolor, y que apenas se dio cuenta de lo ocurrido corrió a su departamento con la mano totalmente ensangrentada para avisarle a sus familiares de que tenían que llevarla al hospital. Respecto al dedo, dice que fue imposible que se lo volvieran a pegar. Yo no puedo dejar de imaginarme esa escena, pero Loreto nos dice que el accidente no fue tan terrible y que le trajo una serie de beneficios inesperados. Por ejemplo, pudo cobrar unos seguros que alguna vez en su vida había contratado y de los que nunca había recibido ningún tipo de beneficios. Además, no tiene problemas para realizar sus actividades diarias. Tratando de sumarme a su optimismo, le comento que todo pudo ser peor. Ella me responde que sí, y seguimos compartiendo por un rato historias de accidentes terribles que le han pasado a otras personas y lo poco que uno valora el privilegio de estar sano.
Día 6. Viernes 4 de enero. Sibylle.
Continúo en la actividad del trabajo de mi mamá que se extiende por dos días y se desarrolla en Reñaca. A Loreto, la mujer que conocí ayer, la está acompañando su madre Sybille, que tiene 86 años. Me sorprende cuando me cuenta su edad porque luce como una persona de 70. Empezamos a conversar y me doy cuenta que tiene mucha más vida social que la mía. Sybille va a pasar el verano en casa de sus hijos que viven en distintas ciudades del país y luego tomará un crucero por el Caribe durante el primer semestre de este año. Le pregunto quiénes son sus amigas. Ella me cuenta que son mujeres de distintas edades a las que ha conocido en varios grupos en los que participa, porque realiza distintas actividades recreaciones durante la semana. A la vez yo le comento, con tono de resignación, que no me quedará otra que pasar mi verano trabajando, pero que planeo irme de vacaciones en mayo con mi mamá a México, Belice y Guatemala. El crucero de Sybille recorrerá las playas del norte de Brasil, las que tuve la oportunidad de conocer hace unos años. Le cuento de mi experiencia. Ella me comenta que hace años quería recorrer esa zona del país. Así pasamos a otros temas de conversación en los que me cuenta del periodo en que vivió en Estados Unidos, donde se radicó con su marido e hijos pequeños por el trabajo de su marido, sin siquiera saber inglés. En todo ese rato no dejo de pensar que es una mujer valiente, de mentalidad abierta, quien toma todos los cambios sociales con apertura y que hoy está disfrutando su vida. Me alegro por ella y antes de despedirnos me comprometo a visitarla cuando viaje a Viña del Mar.
Día 7. Sábado 5 de enero. Paula.
Es sábado y voy a cotizar departamentos a una inmobiliaria ubicada en San Miguel. Allí conozco a Paula, una ejecutiva de ventas con quien estuve enviándome correos durante varios meses. Nuestra cita es en su oficina, ubicada en la comuna, y se extiende por casi una hora, mientras la sala de espera se atiborra de clientes que van llegando después de almuerzo. Mientras realizamos unos trámites, conversamos sobre una amiga mía que es la prima de Paula. Me cuenta que ellas viajaron juntas a Europa el año pasado y yo le respondo que a mí me encantaría regresar para conocer ciudades como Venecia o Florencia. Paula me comenta que vivió por casi 5 años en Florencia, donde estudió Arquitectura, pero tuvo que regresar por motivos familiares. Mientras la escucho, todo me hace sentido. Ella es una muy buena vendedora. Me la imagino recorriendo las calles de la ciudad y lo difícil que debe haber sido para ella regresar al país. Se lo comento en voz alta. Paula me dice que sí, que extraña esa vida, pero que cuando recién se radicó en Europa no fue una experiencia fácil. Que a veces también quiere dejar todo y regresar, pero que le cuesta tomar la decisión porque su familia vive en Chile. Yo agrego que la entiendo, y que también me costaría dejar a mi mamá. Terminamos los trámites y nos despedimos. Seguiremos en contacto.
Día 8. Domingo 6 de enero. Maelys.
Es la madrugada del domingo y estoy en el cumpleaños de la polola de un amigo que vive en una linda casa antigua de Providencia junto a otros extranjeros, al igual que ella. Paso parte de la noche conociendo a varias personas, hasta que llego al balcón hay una chica francesa fumando. Se llama Maelys. Mientras hablamo,s me fijo detenidamente en su chaqueta, en la que lleva una chapita que tiene escrito el lema "Paro feminista". No aguanto la curiosidad y le pregunto por qué la usa. Me cuenta que llegó a Chile para cursar un programa de intercambio y que quedó cautivada por el movimiento feminista que surgió en las universidades y en el que ha participado activamente. Me dice que está ansiosa por los cambios que vendrán en la vida de las mujeres. Yo le comento que estoy un poco pesimista, sobre todo considerando el escenario latinoamericano tras el triunfo de figuras como Jair Bolsonaro. Reconozco que temo que pase algo similar acá. Ella me rebate con mucho entusiasmo. Opina que las cosas no pueden seguir de la misma manera por mucho tiempo más, y que confía, por ejemplo, que el proyecto de aborto libre se votará pronto nuevamente en Argentina y que esto servirá para impulsar el tema en Chile. Comentamos sobre el Mayo Francés del 68', y ella relata algunos acontecimientos que impulsaron la revolución feminista en Francia. Le cuento que recién en 1952 las mujeres chilenas pudieron votar. Luego me pregunta cómo me he involucrado yo en el movimiento. Le explico que soy periodista y que mi aporte consiste en poner sobre la mesa temas de discusión que generalmente están invisibilizados y que, en particular, durante el año pasado cubrí los casos de abuso sexual que sufren las mujeres en las universidades. Ella se interesa en mi profesión y me pregunta más por los temas que reporteo y a las figuras que me ha tocado conocer. Así continuamos conversando por casi una hora sobre los desafíos del feminismo en Chile y en el mundo.
Día 9. Lunes 7 de enero. Esteban.
Paso por una pastelería que se instaló a unos metros de mi casa a comprar pan fresco. Mientras miro la vitrina de los dulces le pregunto a unos de los vendedores dónde los cocinan. Él me explica que los hace un pastelero amigo del dueño. Me cuesta decidirme qué comprar. El vendedor, que se llama Esteban, según leo en su delantal, desaparece tras el mostrador y regresa con unas galletas de caja. Me ofrece una. La acepto, pero le aclaro que no tiene mucha gracia porque no son galletas artesanales. Se ríe e insiste en que las pruebe. Aprovecho de pagar la cuenta y le agradezco por su buena onda. Esteban y el chico que lo acompaña me dicen que esperan que vuleva pronto. Les digo que cuenten con eso.
Día 10. Martes 8 de enero. Pilar.
Conocí a Pilar mientras cubro un tema periodístico para un reportaje que publicaré en las próximas semanas. Tiene 37 años, vive en uno de los blocks de la Villa Olímpica y es madre de tres niños: dos hombres y una mujer. Luego de entrevistarla nos quedamos conversando sobre sus hijos. Me cuenta que dos de ellos practican clavados en el centro deportivo del Estadio Nacional. Le digo que nunca antes había conocido a personas que se dedicaran a esta disciplina. A Pilar se le ilumina el rostro mientras relata todos los éxitos deportivos que han conseguido sus hijos. Uno de ellos, el mayor, que tiene nueve años, ha sido campeón nacional de su categoría tres años consecutivos, lo que lo convirtió en una promesa. Sin embargo, el niño se sintió agobiado por la presión social y le pidió que lo cambiara de centro. Ella lo entendió y apoyó. He pasado casi todo el rato escuchándola cómo me habla de sus hijos. Solo me atrevo a comentarle que, siendo una joven que aún no se enfrenta a la maternidad, creo que tomó una buena decisión a escucharlo y a darle su espacio. Y que me alegro de que ella dedique tanto tiempo a que los niños cumplan sus sueños. Ahí aprovecho de retomar otro tema que estábamos conversando minutos antes, sobre las ganas de Pilar de volver a estudiar para obtener un título universitario. Me dice que lo ve difícil porque su rutina gira entorno a las responsabilidades familiares y que la única posibilidad sería estudiar de noche, pero que aún no toma una decisión. Yo le pido que por favor lo piense y que no deje pasar esa oportunidad porque es muy joven. Nuestro encuentro termina finalmente con un recorrido por su casa, donde observamos las medallas y trofeos que han recibido los pequeños en sus campeonatos y que están colgados en cada pieza.
Día 11. Miércoles 9 de enero. Sebastián.
A Sebastián, un niño de 10 años, lo conocí por casualidad cuando estaba recorriendo nuevamente el Apumanque buscando un lugar donde hacerme la manicure. Mientras miraba a través de los ventanales de las peluquerías tratando de descifrar cuál estaba más vacía, se me acercó un chico a preguntarme si quería arreglarme las uñas de manera gratuita. Quedé un poco confundida y antes de alcanzar a pensar en una respuesta, apareció su madre, quien me explicó que ofrecía atenderme sin costo porque estaba haciendo su práctica profesional. Entramos al salón y mientras me preparaban, Sebastián y yo empezamos a conversar. Me contó que estaba ahí porque ya estaba de vacaciones y no quería quedarse solo en casa. También me mostró sus uñas, todas pintadas de distintos colores porque su mamá había estado practicando con él. Le pregunté qué pensaba de que los hombres también se arreglaran las uñas, pero no supo qué contestarme. Solo se río. En ese momento su mamá lo miró un poco desconcertada y me aclaró que le sacaría la pintura antes de que se fueran del local. Para no comenzar una discusión sobre los roles de género, solo agregué a la conversación de que me parecía bien de que todos nos atreviéramos a explorar cosas nuevas. Luego me mostró los monitos animados que estaba viendo en el celular. Le pregunté si estaba aburrido. Me contestó que no, porque cada cierto rato sale del salón para recorrer el mall e incluso algunos guardias ya lo reconocen. Nuestra conversación se extiende durante 45 minutos, hasta que su mamá termina mi manicure. No me alcanzo a despedir de Sebastián porque sale corriendo a dar una nueva vuelta por el centro comercial.
Día 12. Jueves 10 de enero. Sofía.
Con Sofía nos encontramos una calurosa tarde de enero mientras estoy reporteando. Ella tiene 36 años y es la madre de una niña a la que entrevisté para un reportaje que publicaré durante los próximos días. Cuando terminamos la entrevista, se ofrece a llevarme a mi casa en auto y ahí conversamos sobre la maternidad y los hijos. Le cuento que me gustaría convertirme en mamá, pero que no es algo que todavía tenga en mis planes principalmente porque en este momento no tendría tiempo para compatibilizarlo con el trabajo. Ella opina igual, y juntas empezamos a comentar las dificultades para criar. Sofía me comenta sobre la vida de las mujeres mayores, quienes tenían muchos hijos y se postergaban en su desarrollo personal y profesional. Dice que hoy está cada vez más lejana esa realidad porque las mujeres, como ella, buscan desarrollarse y cumplir sus sueños. Yo le digo que para mí es un poco difícil imaginarme con hijos en este momento, principalmente porque no tendría con quién dejarlos. Mientras discutimos el tema, Sofía le comenta a su hija, que también va en el auto, que antes la mayoría de las mujeres se casaban cerca de los 20 años. La niña se asombra y pregunta a qué edad iban a la universidad. Ella le explica que muchas veces no lo hacían por problemas económicos y las que lo lograban a veces dejaban sus carreras para casarse y criar. Yo le digo a la hija de Sofía que tenemos suerte de haber nacido en esta época.
Día 13. Viernes 11 de enero. Pablo Matías.
Pablo Matías es conductor de Uber. Me recoge la tarde del viernes en un mall para llevarme a mi casa. Apenas me subo al auto me dice sin ningún preámbulo: "Eres muy bonita Alejandra". Me quedo callada. Él se da cuenta de mi incomodidad y me explica que es venezolano y que a él y sus compatriotas les gusta decir lo que piensan. Me trato de hacer la segura y le doy las gracias por el "piropo". "Es algo que me dicen frecuentemente", le contesto. No sé si me cree, pero me río para mis adentros. Pensé en comenzar una conversación sobre lo apropiado o poco apropiado que podrían ser los piropos hoy en día pero antes de que le alcance a decir algo, él me pregunta qué voy a hacer más tarde. Intuyo que no quiere pasarse de listo, sino simplemente saber de mi vida. Así que le cuento que probablemente saldré con mis amigas en la noche. Él me dice que le tocará trabajar porque los viernes en la noche hay muchos clientes. Le pregunto si le gusta su trabajo y él me responde que sí con mucho optimismo, que el pago no es malo y que le sirve para conocer personas. Antes de bajarme del auto le digo que me cayó muy bien y que lo calificaré con cinco estrellas. Él me lo agradace.
Día 14. Sábado 12 de enero. Rubí.
Con Rubí nos conocimos en otra peluquería de Las Condes a la que llegué para que me arreglaran la pintura de las uñas que me hicieron hace unos días en el Apumanque. Ella me atiende y parto contándole que ese esmaltado fue pintado por una joven esteticista que estaba terminando su práctica. Rubí las mira con un dejo de reprobación, y me dice que a ella también le costó desarrollar la prolijidad que se necesita para este oficio. Así comenzamos a conversar. A raíz de una llamada telefónica de mi mamá, le comento que me crié en Concepción. Ella me dice que su sueño es vivir en el sur y que con su marido tienen el plan de radicarse allá apenas su hijo menor termine la universidad. Le pregunto si está segura de su decisión y aprovecho de contarle que la lluvia no es tan romántica como se ve en las películas, ya que hay semanas en que no da tregua. Rubí me insiste que prefiere eso al calor abrazador de Santiago en verano, y que incluso ya tiene visto el terreno donde le gustaría vivir: Lebu. Yo quedo atónita. Le cuento que es un pequeño pueblo alejado de la capital regional en el que prácticamente no hay nada que hacer ¡Pero si eso es lo que nosotros estamos buscando!, me responde ella segura de su decisión. A los segundos me disculpo por mi comentario centralista. Le digo que mi caso es totalmente contrario al de ella, porque me vine a Santiago buscando nuevas posibilidades laborales y que en el corto plazo no me imagino regresando a Concepción. Se ríe y me contesta que ella se imagina viajando apenas una o dos veces a la semana a la ciudad y pasar el resto disfrutando del campo. Al despedirnos, me pasa su tarjeta para que vuelva a la peluquería pronto.
Día 15. Domingo 13 de enero. Miguel.
Es domingo en la tarde y salgo de casa para visitar a un amigo que continúa viviendo en el mismo departamento que compartimos el año pasado antes de que yo me cambiara. Entro al edificio y, aunque siempre me siento con la libertad de subir directo hasta el departamento, esta vez prefiero anunciar mi llegada en recepción porque no conozco al conserje que está de turno. Le comento que voy al departamento 134 y que me espera mi amigo. Él me saluda muy amablamente, y lo llama de inmediato por el citófono. Cuando mi amigo confirma que me conoce, él me invita a subir. Le doy las gracias y me despido. Antes de que me vaya me pregunta si sé cuál de los dos ascensores tengo que tomar. Le contesto que sí, porque también viví en el edificio. Me pregunta hace cuánto tiempo. Le digo que me fui el año pasado tras dos años y que hoy voy a visitar a mis antiguos roomies '¡Qué le vaya bien!' me dice antes de que se cierren las puertas del elevador.