"Es la mañana de un nuevo día en América"("Morning in America"), anunciaba un legendario comercial de propaganda política en 1984. Se exhibió durante la campaña de reelección presidencial de Ronald Reagan, el candidato republicano. Mostraba una secuencia de imágenes de estadounidenses trabajando: un mensaje optimista para comunicar el mejoramiento de la economía del país desde que Reagan asumió el poder (1981).
El plan inicial fue levantar a EE.UU. del marasmo y de la decadencia económica en que quedó tras el gobierno de Jimmy Carter (1977-1980). Y también volver a ser la primera potencia mundial, quebrando el equilibrio de la Guerra Fría. La Unión Soviética debía ser derrotada en la carrera armamentista.
En 1981 arribó una pareja de actores a la Casa Blanca. Ronald, un héroe de películas de vaqueros de Hollywood y su mujer Nancy, una actriz de segundo orden. Con ellos, se instaló el glamour que había sido sepultado por los Carter. Rosalynn, la ex Primera Dama, se compraba la ropa en tiendas de retail.
La grandeza a la que aspiraban lograr los Reagan debía tener su correlato estético.
Ronald Reagan no era especialmente inteligente, pero poseía una tremenda intuición. Y fue capaz de interpretar su papel a la perfección, siguiendo las recomendaciones de sus asesores comunicacionales. Michael Deaver, el principal, ideó cada una de las perfectas apariciones públicas e intervenciones televisivas del Presidente. No hubo espacio para improvisar.
La nueva Primera Dama, Nancy, encarnó la grandiosidad que su marido quería imprimirle al país. Fue la primera mujer que incluyó el color rojo en la ropa en política. La vistieron los diseñadores James Galanos, Oscar de la Renta, y Bill Blass. Adoptó las hombreras de los 80 en chaquetas y vestidos de día. No se avergonzó de lucir diamantes y pieles. Gastó 210 mil dólares en un finísimo juego de loza ("china") para la Casa Blanca. Y redecoró la vivienda. Su modelo de buen gusto fue el de la refinada Primera Dama, Jackie Kennedy (1961). Pero Nancy carecía de esa sofisticación y la renovación de la Casa Blanca fue cuestionada por los expertos. Los muros rojos fueron uno de sus excesos. Antes muerta que sencilla.
¿Qué tiene que ver el glamour de la era Reagan con el presidente electo, Donald Trump?
Los votantes de Trump resultaron ser mayoritariamente hombres, blancos, de clase media y sin educación universitaria. Muchos de ellos, además, viven en áreas suburbanas. Seres con vidas poco apasionantes que persiguen un sueño. Y en el caso de Trump, ese sueño viene empaquetado en una estética.
Un candidato con un discurso muy simplón, que se moviliza en jet privado, es billonario y se acompaña de una espectacular modelo. Es estimulante.
En el imaginario colectivo las letras doradas de las torres Trump son símbolo de poder y glamour. Los casinos de los que es propietario, significan una apuesta por el triunfo fácil. Las canchas de golf que colecciona Trump, el anhelo de jubilarse en la riqueza.
Hillary Clinton, la contendora, no los conquistó. ¿Quién de ellos quisiera ser como ella?
En los años 80, Reagan llevó a los estadounidenses a soñar con el ídolo de Hollywood que venía a sacarlos del fango. Trump, en el 2016, prometió solucionarles la vida. El hombre que unta en su cara autobronceante, se tiñe el pelo cano de rubio y se fabrica un jopo, es una inspiración para miles de norteamericanos. Son demasiados los que aspiran a vivir en grande y en dorado.
*Andrea Lagos Ávila es periodista, académica de Periodismo en la UDP y ex agregada de prensa en Washington.