Reencontrarse 30 años después
Cuando tenía cinco años conocí a mi primer y mejor amigo. Vivía en la casa de al lado y sus papás se llevaban muy bien con los míos. A veces nos dejaban jugando durante horas en el jardín mientras ellos conversaban en la cocina. Hablaban cosas importantes, cosas serias, mientras tomaban whisky. Eran conversaciones que nosotros, de 5 y 7 años respectivamente, no podíamos escuchar. Alguna que otra vez, movidos por la curiosidad, nos pusimos a espiar por la ventana trasera. Pero no lográbamos retener mucho así que a los minutos decidíamos abandonar la misión y volver a nuestros juegos. Corría el año 1971.
Durante dos años hicimos todo juntos. Íbamos al colegio juntos, volvíamos caminando juntos y él me protegía de los perros de los vecinos que ladraban cada vez que yo pasaba por la vereda de al frente. Cuando llegábamos a nuestras casas hacíamos las tareas y justo antes de comer nos encontrábamos entre mi patio y el de él. Cuando no había tiempo intercambiábamos algunas palabras cada uno a un lado de la reja. Si habíamos terminado las tareas antes nos subíamos al techo de su casa con el yoyó. A veces íbamos a comer helado con amigos vecinos. Y otras veces leíamos comics en la vereda. Eran otros tiempos y la vida se daba mayormente en el barrio. Sin pretensiones de hacer mucho más.
Todas las mañanas lo esperaba en la entrada de mi casa para que me pasara a buscar y nos fuéramos caminando juntos al colegio. Mis papás nos seguían unos pasos más atrás. Un día, cuando yo tenía 7 y él 9, llegó con una cala blanca. No me la pasó de inmediato, pero a una cuadra del colegio extendió su mano y me dijo "vi esta flor y pensé en ti". Unas semanas después, me enteré que su familia y él se irían a vivir a otro lado, fuera del país. No entendía muy bien por qué, pero intuía que algo no iba bien si es que de la noche a la mañana habían tomando la decisión de partir. ¿Habrá sido eso lo que hablaban durante tantas horas en la cocina de mi casa? Como si nada, los ayudé a embalar y a subir cajas a un camión. No me atreví a preguntar mucho, pero aún recuerdo la profunda tristeza que me invadió aquel día. Y mi amigo, que me miraba fijo en cada movimiento, lo sabía. Nos abrazamos sin decir nada.
Pasaron los años y en la medida que fui creciendo entendí lo que estaba pasando. De un minuto a otros vi cómo profesores dejaron de hacer clases en el colegio. Algunos compañeros se tuvieron que ir. Familias enteras se marcharon. Y todos, aunque no lo mostraran, estaban ansiosos, en estado de alerta y muertos de miedo. Yo seguía siendo chica, al menos para comprender del todo una situación tan desoladora y compleja como la que estábamos viviendo, pero iba recogiendo pequeños retazos y así configuraba el puzle. Estábamos en plena dictadura y mi mejor amigo, así como muchos otros, se habían tenido que ir del país. La incertidumbre era, quizás, el sentimiento que predominaba. ¿Lo volvería a ver? No tenía cómo saberlo. Y a esas alturas, entre tantas tragedias, preguntar no era una opción. Hice el intento alguna que otra vez pero sin muchos resultados. Hasta que finalmente decidí que seguiría mi vida.
A los 18 años me fui a vivir a Argentina. Una amiga de mi mamá que era profesora de psicología me convenció. Estudié psicología en la Universidad de Buenos Aires. Y un par de años después conocí a un chileno, también exiliado, y nos casamos. De alguna u otra manera, siempre pensé en mi mejor amigo. Con cada encuentro, con cada amistad nueva que iba integrando a mi vida, él siempre aparecía en mis pensamientos. No era algo tan marcado, ni tampoco tan lúcido, era más bien una sensación de nostalgia. Nostalgia por tiempos pasados, por la infancia, por esas caminatas largas en las que hablábamos de nuestros sueños y nuestros miedos. Pero aun así, la vida seguía. Y yo no me podía quedar en el pasado. Tampoco tenía mucho a qué aferrarme; habían pasado los años y ya ni me acordaba bien de sus facciones. Pero me preguntaba qué sería de él.
A los 30 y tantos volví a Chile y supe, por una amiga en común, que él estaba viviendo en Berlín, luego de haber pasado por dos ciudades de Francia, y que nunca se había casado. Estaba emparejado hace un par de años con una mujer italiana. Él era médico y ella editora de libros. Era la primera vez que volvía a saber de él desde que nos separamos aquel día. Me lo había imaginado como astrólogo o como científico, y saber que era médico reafirmaba los recuerdos que tenía. Seguramente seguía siendo esa persona curiosa, matea y meticulosa que yo conocí. Me emocioné casi hasta las lágrimas y le pedí a mi amiga que me pasara su contacto. Existía la posibilidad de volver a encontrarnos, o al menos de hablar, y eso, cual placebo instantáneo, me tranquilizaba.
Esos días sentí una mezcla de nervios y adrenalina. Seguí con mi cotidianeidad, con más entusiasmo que antes, y en las noches llegaba y miraba la pantalla del computador. Hasta que finalmente empecé a redactar un correo. ¿Qué le diría? No entendía por qué me daba tanto nervio. Era tan simple como decirle: "Hola, ¿te acuerdas de mí? Éramos vecinos y mejores amigos y me encantaría volver a verte y saber de ti". Muchas veces me repetí esas palabras en la cabeza. Parecía extremadamente fácil, pero por alguna razón cada vez que escribía el correo quedaba en la carpeta de borradores. Hasta que un día él me escribió a mí de una manera tan simple y espontánea, que me dio vergüenza el correo que había estado escribiendo durante tanto tiempo. En él me decía que le había pedido mi correo a nuestra amiga en común porque iría a Chile en unos meses y me quería ver.
Finalmente nos encontramos. Habían pasado 30 años desde la última vez que nos habíamos visto. 30 años en los que yo había estudiado, viajado, me había casado, había tenido hijos y me había separado. 30 años en los que todos mis más cercanos, desde mi ex marido a mis dos hijos y mis amigos, sabían que cada cierto tiempo pensaba en aquel niño vecino que caminaba conmigo al colegio. 30 años en los que ambos, cada uno por su lado, vivimos nuestras vidas. Ya no existía la vida de barrio que nos unió de chicos. Ni tampoco el colegio, ni los vecinos ni nuestros padres amigos. El contexto había cambiado radicalmente y nos íbamos a enfrentar por primera vez cada uno con su propio bagaje e historia. Dos personas distintas. Porque ya no éramos los niños de antes.
Elegimos un día jueves a las 6 de la tarde. Yo, totalmente nerviosa, llegué 15 minutos antes al café. Cuando lo vi entrar supe por sus gestos y por su forma pausada de caminar que era él. Y él también me reconoció de inmediato. Sonrió sutilmente y se acercó a la mesa. Estaba igual de guapo que como lo había imaginado. Nos miramos por unos minutos y después abrimos la boca y empezamos a hablar al mismo tiempo. Él se calló y me dijo: "Perdón, dale tu". Yo no tenía nada muy especial que decir, pero improvisé. Un poco guiada por los nervios y la emoción, le conté que había pensado en él muchas veces a lo largo de mi vida. De manera discontinua, pero que había estado presente. Él suspiró y llevó su mano a su bolsillo trasero del pantalón. Sacó una cala blanca un poco arrugada y me la pasó. Me dijo: "La vi mientras caminaba hacia acá y no pude no traértela". Han pasado más de 10 años desde ese encuentro y no nos hemos vuelto a separar.
Teresa Lagos (54) es psicóloga y madre de dos.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.