Mi primera “suegra” la tuve a los 17 años. Lo digo entre comillas porque no fue una relación formal, sino que el típico pololeo romántico de la adolescencia. Nos conocimos en las vacaciones en la playa, pero nuestra historia no se quedó solo en el típico amor de verano que termina en marzo, seguimos durante casi dos años. El tema, es que yo soy de Santiago y el vivía en Temuco, entonces además de las eternas llamadas por teléfono en las noches, nuestra relación incluía viajes cada mes. A veces venía a verme él y otras veces iba yo, y cuando eso pasaba, alojábamos en su casa, con sus papás.

Este contexto hizo que compartiera bastante íntimamente con mi suegra. Ella era una mujer amorosa y por lo general se portó bien conmigo. Sin embargo, como muchas mujeres de su edad –más de 60 años– tenía algunas conductas machistas. Me acuerdo que, por ejemplo cuando llegaba la hora de almuerzo, era ella la que se encargaba de todo y cuando yo estaba ahí, siempre me pedía ayuda. Lo que obviamente me parece bien, si estaba de visita. Pero esa petición nunca iba para su hijo. Una vez recuerdo que me pidió que lavara la lechuga y luego, revisó si había quedado bien. “Mira, todavía tiene tierra”, me dijo. Y luego en tono de broma soltó la siguiente frase: “Pobre mi niño, que va a tener que comer lechuga con tierra”. Salí del paso con una sonrisa, asumiendo que era una (mala) broma, pero me hizo sentir muy mal.

También en algunas ocasiones me pasó que, frente a situaciones en las que evidentemente su hijo se había equivocado, ella lo justificaba. Esto último lo vi también en las mamás de los dos pololos que tuve antes de casarme. Estas experiencias me llevaron a hacer propio ese imaginario social de que la relación entre la suegra y la nuera siempre es mala, o al menos tensa. Y es que eso es lo que hemos visto siempre en libros, películas e incluso en estudios. Hace poco, de hecho, leí un artículo en el que se planteaba que en general, la relación nuera-suegra puede definirse como una variante más de los vínculos entre mujeres que suelen estar mediados por una tensión y competencia, que no se percibe entre personas de sexos diferentes. Se trata de dos mujeres que no son familia ni amigas, y se ven forzadas a relacionarse por causa de un tercero (hijo o esposo) que, además, es el objeto de sus afectos.

Y claro, cuando un hombre no tiene bien definido el rol que ocupa su esposa y el que ocupa su mamá, se suelen presentar muchas complicaciones. Pero en esto no es solo la poca definición del hombre lo que influye, aquí aparece algo que el patriarcado nos ha enseñado tan bien, y se trata de la rivalidad entre mujeres. Porque ¿por qué tendríamos que competir sin son roles distintos? o ¿Por que la suegra no compite con su yerno, si se trata del mismo vínculo?

Por suerte, con mi suegra actual conocí el otro lado. Desde que comenzamos a pololear con mi marido, reconocí en ella un relación distinta, que tiene mucho más que ver con el hecho de ser mujer, que con el vínculo legal que nos une. Ella –y yo tampoco, por supuesto– no me ve como una amenaza, sino que como otra más de las mujeres que componen su círculo, su tribu. Tampoco se trata de que con la suegra siempre tengamos que ser amigas, pero con ella aprendí que es importante que no sigamos fomentando estereotipos que nos ponen a la mujeres en distintos bandos. Estamos acostumbradas a ver a la suegra como una rival, sin embargo puede ser una relación de mucho apoyo, y sobre todo en estos tiempos, necesitamos suegras y nueras más sororas y menos machistas.

Francia Olivares tiene 30 años y es mamá de un niño.