"Hace veintidós años planté mi primera semilla en este lugar. Elegí las de unos cactus que me habían regalado y los puse en una cassata de helado cerca de la ventana. Eran poquitos y súper chiquititos, pero todos los días iba a verlos. En esa época habíamos regresado hace poco a Chile, después de haber estado en medio mundo por el exilio, junto a mi marido Ricardo y nuestros tres hijos. Llegamos solo nosotros dos, ya que los niños quisieron quedarse en Alemania, país donde vivimos por varios años. Después de instalarnos en Olmué, esos pequeños brotes que se encontraban en la cassata nos dieron la motivación para crear esta colección de cactus y suculentas que cuenta con más de cuatro mil especies.
Cuando era chica, recuerdo que mi abuela tenía este tipo de plantas y que me regalaba los hijitos para que yo los sembrara. Y para mí eso era el mejor panorama. Me encantaba cuidarlos, reproducirlos, observarlos. Sin embargo, cuando salí del colegio y me fui a estudiar a Santiago, se me olvidó lo feliz que me hacía esa actividad. Años después mi marido me comentó que en Estados Unidos habían hechos unos ejercicios de motivación en los que a cada alumno se les pasó un papel para escribir qué cosas les gustaba hacer, cuántas veces las hacían en la semana, cuánto les costaba hacerlo y qué necesitaban. Yo lo encontré súper entretenido y se los copié. Empecé a pensar y, entre otras cosas, una era recibir las plantitas de mi abuela. Ahí me di cuenta de que tenía que volver a poner las manos en la tierra. El problema era que aún vivíamos en Alemania y la temperatura no nos acompañaba. Mi marido siempre me decía que si teníamos un vivero, había que calefaccionarlo, pero que eso era muy complicado. Así que apenas volvimos a Chile, ni siquiera le pregunté y empecé a coleccionar. Total, tenía a mi favor el calor y el espacio.
De a poco, y con bastante paciencia -porque pucha que hay que tenerla-, fuimos armando nuestro rincón verde. Todas nuestras plantas son suculentas. Para detectarlas es importante que en alguna parte de ellas se acumule agua. Puede ser en el tallo, las hojas o la raíz. Y dentro de esta familia, hay un pequeño grupo que son los cactus y que se diferencian porque son los únicos con espinas. A mí me encantan todas las especies que hay. Tienen una enorme variabilidad de formas, colores, tamaños. Son infinitos y eso hace que nunca dejen de sorprenderme. Al principio nos enfocamos solamente en la colección. Si plantaba cinco semillas, me quedaba con todas. Pero después nos dimos cuenta de que estábamos creando un museo y decidimos compartirlo con el resto. Así lo transformamos en este vivero. Sin embargo, la mayoría son plantas que no se venden.
La tierra es una de las cosas más importantes para que crezcan fuertes. Lo más importante es que sea permeable. Para saber eso existe una técnica bastante popular: hay que agarrar un macetero, ponerle agua y contar hasta ocho. Si en ese tiempo el agua sale por el agujero es porque la tierra es la adecuada. En la pared tengo anotadas las medidas perfectas para hacer cada sustrato, calculadas en tarros, ya que se debe hacer una mezcla diferente para los cactus y suculentas. El riego también es súper importante. Siempre digo que cada vez que uno quiera hacerlo, hay que resistirse. Es que este tipo de plantas se cuidan casi solas, y es muy fácil que se pudran por exceso de agua.
Este lugar está dividido según cada etapa. Apenas siembro una semilla, la dejo descansando por varios meses en unas cajitas cerradas para mantener la humedad y le escribo en un palito su nombre, lugar y fecha en que lo sembré. Cuando brotan, pasan a otro sector que es bastante similar, pero en el que están destapadas. Y cuando veo que ya están agarrando fuerzas, las instalo en el lugar más grande del vivero junto el resto de la colección. Trato de dejarlas cerca de las piedras, ya que acumulan el calor durante el día y lo despiden lentamente durante la noche, entonces es como una calefacción constante.
Mi tiempo en el vivero depende de la estación del año y su temperatura. En el verano vengo temprano y vuelvo al atardecer. Y en el invierno espero que haga más calorcito. El tiempo se me pasa volando cuando estoy acá. Me preocupo de revisar todas mis plantitas, de arreglarlas y darles amor. La verdad es que no soy tan inmune a las espinas como la gente cree. Me entierro hartas. Generalmente le pido a Pipe, un gran trabajador de este lugar, que me ayude a sacármelas, y yo hago lo mismo con él.
Mi Ricardo falleció hace dos años en un accidente y me quedé sola en este lugar. Lo atropellaron camino a comprarme unas frutitas. Se bajó del auto, cruzó la calle para llegar a la verdulería y una camioneta lo mató. Murió a los 77 años. Recuerdo como si hubiese sido ayer cuando me llamó un carabinero para decirme que fuera a la comisaria, pero que no podía contarme por qué. Apenas llegué vi a mi Ricardo tapado con un plástico. Se me vino el mundo abajo. Él era médico y armamos nuestro vivero cuando dejó la medicina. Pese a que fui yo la que empezó con el tema, él de a poco fue metiendo la cuchara. Se hacía el que no estaba convencido, pero yo sabía que iba a terminar enamorándose de este rubro. Y como era un hombre bien sabiondo, se aprendió todos los nombres y hasta terminó dando charlas por el mundo.
Cuando estaba a mi lado, él era el encargado de hacer las visitas guiadas por el lugar. Y le encantaba. Un día me dijo: 'sabe, es que yo debería haber sido profesor porque me fascina enseñar'. Es que era muy entretenido escucharlo, siempre tenía cuentos divertidos. Cuando se fue, tuve que tomar su lugar. Reconozco que al principio me costó bastante. Yo creo que era porque tenía mucha rabia acumulada, entonces me costaba ser tan amorosa como él. Ahora le fui agarrando el gustito, y me encanta. Sin embargo, Ricardo tenía un estilo muy distinto al mío: le gustaba decir todos los nombres de las plantas en latín, pero yo siempre pensaba en las pobres neuronas de la gente. '¿Usted de verdad cree que la gente cacha todo eso?', le decía para molestarlo.
Con mi marido descubrimos nueve variedades que no estaban descritas oficialmente en el mundo, que nadie conocía. La mayoría las encontramos en nuestras excursiones. Es que a los dos nos encantaba explorar. Como muchas plantas están en la altura de los cerros, nosotros partíamos al Norte, por ejemplo, y dormíamos en el auto para salir a primera a hora a caminar como guanacos. Uno ahí descubre cosas que nadie más ha visto. En el vivero tenemos un cactus súper grande que encontramos casi al límite con Bolivia. Yo le pedí a Ricardo que lo sacáramos -solamente porque había miles más de la misma especie- y el pobre estuvo como dos horas trabajando. Lo trajimos y lo plantamos acá. Aunque este tipo de cactus hace ramas, todavía no piensa en hacerlas. Cuando hacíamos las visitas guiadas, él siempre le preguntaba a la gente: ¿Qué creen ustedes qué va a pasar primero? ¿El cactus va a llegar al techo o yo al cielo? Todos se reían y le respondían la primera opción. Y pucha, se equivocaron. Yo les pongo un uno a esos alumnos.
Pese a que me fascine estar en mi rincón verde, reconozco que mi lugar favorito de la casa es donde descansan las cenizas de mi marido, bajo un quillay enorme. No soy muy creyente, pero cuando viajé a Japón vi cómo las personas colgaban papelitos blancos llenos de deseos en los lugares sagrados. Eso me encantó, así que apenas llegué de vuelta hice lo mismo en el árbol de Ricardo. Yo siento que él me cuida todo el tiempo y que estamos en constante comunicación. Todas las noches, antes de cerrar las cortinas, le digo 'buenas noches, chico. Que duerma bien y que no pase tanto frío'.
Ingrid Schaub tiene 77 años y es diseñadora textil.