"Desde que tengo recuerdos me gustaron las plantas y las flores. Mi familia es de Los Ángeles y pasé gran parte de mi infancia y adolescencia en el campo. Siempre he sido muy observadora y buena para perderme en la naturaleza. Cuando nos juntábamos todos a almorzar los sábados, yo emprendía mi rumbo y salía a explorar sola. Me gustaba revisar bajo las piedras para ver si encontraba algún bicho, cortar el trozo de un árbol para poder clonarlo o hacer perfumes y sopas. Era como Heidi en la pradera.
Creo que el amor por las plantas fue heredado principalmente por mi abuela materna. Sus papás eran alemanes y agricultores, por lo que la naturaleza era muy importante para ellos. Incluso, vivían en la Cordillera. Cuando dejó su hogar, se fue a Los Ángeles y armó su jardín desde cero. Construyó una huerta enorme y plantó todos sus árboles. Yo la acompañaba cada vez que podía. Me acuerdo que cuando era chica, plantamos dos piñones, que con el paso de los años, se convirtieron en unas araucarias gigantes. Ahora las veo y me siento muy vieja. No sé en qué minuto crecieron tanto. También me da mucha nostalgia pensar en la higuera que tenía llena de violetas. Me encantaba meterme bajo ella y ver todo morado. Sacaba racimos enormes para armar arreglos. De hecho, en el bar que trabajo ahora, hay un trago que tiene esta flor en honor a esa anécdota. Mi otra abuela, Camila, también influyó mucho. Ella vivía en el centro de Los Ángeles, en una casa antigua con un pasillo muy grande, y tenía lugares que eran realmente una selva en los que yo jugaba con mis caballos de plástico. Y ahora el rincón más verde de mi casa, me recuerda a ella.
Cuando me vine a vivir a Santiago, a mis dieciocho años, me preocupé de seguir la tradición y tener mis propias plantas. No eran muchas, ya que el espacio no era tan grande y el presupuesto tampoco. Pero yo era feliz con ellas. Lamentablemente las tuve que abandonar porque me fui a estudiar a Buenos Aires. Se las dejé a una tía, y se le murieron todas. Ese fue un dolor en el corazón. En los primeros lugares que viví allá, no pude tener plantas y me angustió mucho su ausencia. Y cuando viajaba a Chile, llegaba a mi casa desesperada por reencontrarme con el verde. Tanto así que hasta hundía mis manos en la tierra. Gracias a esa carencia, fui consciente de la importancia de la naturaleza en mi vida. Así estuve durante unos años, yendo y viniendo, hasta que decidimos, con mi pareja, instalarnos en Chile. Por fin tuvimos un hogar estable para crear nuestro rincón verde. Partimos de a poco, y ahora ya perdí la cuenta de todas las que tengo.
Para mí un espacio sin plantas, es un espacio muerto. Visten y le entregan calidad a un lugar. Me hacen sentir en casa, que estoy con mi familia, con mis abuelos. Me importan mucho más las cosas que tienen un valor sentimental y ellas me entregan eso. Creo que igual tengo buena mano y que son felices estando conmigo. Me preocupo de que se sientan cómodas y que les llegue la luz necesaria. Sé que cada una es diferente y que tienen distintas necesidades. Y si no las cuidas bien, se enojan y te lo demuestran. Me gusta tenerlas distribuidas por todas las partes de la casa para que en cada espacio se sienta la energía que emiten. Además, reconozco que estoy un poco obsesionada con ellas y no sé cuándo parar de comprar.
No soy mucho de tener rutina con ellas. Es súper natural nuestra relación y siento que no es algo que pueda programar. Las riego cuando veo que es necesario. Creo que la tierra y el tipo de fertilizante es muy importante para que crezcan sanas. Yo compro el que usan para la marihuana porque son mucho menos invasivos. Al principio, cuando mi hijo mayor Facundo, era guagua, me costó mucho cuidarlas porque él llegaba y las cortaba. Después le enseñé que eran un ser vivo más, y para que lo interiorizara, le dije que tenía que saludarlas. Eso sirvió un montón y apliqué la misma técnica con el menor. Ellos son muy felices en este rincón y me encanta que puedan tener una infancia parecida a la mía.
En general, las flores son lo que más me gusta, pero si tengo que elegir una, me quedo con la orquídea. Tengo varias, pero ninguna está florecida en este momento. Le tengo mucho cariño porque mi mamá se casó con un ramo que las incluía. La historia de ese arreglo es muy divertida porque fue el regalo de matrimonio que le hizo una amiga. En esa época las orquídeas eran súper caras, pero mi mamá no sabía, y ahora siempre nos reímos de que haya elegido esas. Pobre de su amiga, no le salió nada de barato su gesto. Así que esas flores me hacen recordar mucho la inocencia de mi mamá".
Paula Nazal tiene 31 años y es diseñadora. Actualmente es socia y decoradora del bar La Providencia.