“Desde que entramos al colegio establecemos una dinámica de competencia con las compañeras mujeres. No existe, siendo mujer, la idea de competir con el compañero hombre, ni tampoco desafiarlo, mirarlo feo o estar en la esquina secreteando respecto a él. O existe pero en menor medida. Es lo que estamos predeterminadas a hacer porque nos enseñaron, de manera indirecta y directa, que son ellas las que constituyen una amenaza a nuestro propio bienestar. Es lo que se refuerza en las películas adolescentes, en las series, en los avisos publicitarios –que nos muestran de qué manera podemos vernos mejor que las otras mujeres, e irresistibles para ese hombre– y, por ende, en todo el imaginario colectivo.

Para que nos vaya bien, seamos exitosas y nos pesquen, hay que pasar por encima de la otra. Porque si no, esa otra puede desplazarnos. Es horrible, suena obsoleto y qué bien por aquellos que ya hicieron el proceso analítico y el trabajo personal. Yo estoy en vías de, y me parece que se trata de algo constante y continuo, pero no podemos negar que así fuimos socializadas, en mayor o menor medida, y a ratos sin tomar consciencia al respecto. Son enseñanzas profundas, enraizadas, que por ningún motivo son naturales ni biológicas, pero están tan arraigadas que parecieran serlo. Cuántas veces recuerdo llegar y ver quién constituía una amenaza directa para mí. Esa lógica de hacer un escaneo, apuntar con el dedo y asumir una actitud defensiva. Solo para estar preparadas.

Para algunas, eso se extiende y se traduce en una competencia en el ámbito laboral. Ya siendo más grandes y de una manera menos explícita y más pasiva agresiva. Habiendo crecido con eso, cuando entré a trabajar a una empresa en la que de las 57 personas solo cuatro eran mujeres, ellas fueron las que hicieron que yo estuviera en alerta. Como si se tratara de algo instintivo, llegué, las divisé, y antes de conocerlas supe –o eso pensaba, al menos– que ellas serían mi mayor obstáculo si yo quería eventualmente subir de rango. Pero eso genera una predisposición, y de ahí en adelante, en vez de conocerlas, hablar con ellas, simplemente entré en una dinámica competitiva, nociva, dañina y poco natural. Claro está que después me di cuenta que nuestras historias eran mucho más parecidas de lo que yo pensaba.

Porque en realidad no es natural que estemos compitiendo y que nos sintamos inseguras frente a otras mujeres. Pero en este sistema, enemistarnos entre nosotras es lo que más ha convenido. Es como si en algún momento de nuestra historia, con todo lo que nos metieron -desde los juguetes, las películas, las enseñanzas del colegio y de la casa, y todas las frases e ideas estereotipadas-, nos hubieran programado para ser eternas rivales. Y sumado al hecho que hay tan pocos espacios, nos terminamos peleando los cupos entre nosotras.

Pasé muchos años sintiendo que toda mujer podía ser una posible amenaza. Una amenaza a mi carrera profesional, a mi éxito y a mi desarrollo. Ahora miro hacia atrás y reconozco en mí comportamientos de los que me avergüenzo. En las reuniones ciertamente no era igual de simpática con mis colegas mujeres como sí lo era con los colegas hombres. Cuando ellos decían un chiste, yo me reía. Si ellas decían el mismo chiste, miraba casi con desprecio. Y así una serie de cosas que solo me alejaban de ellas y, en mi cabeza, me acercaban a ellos. Pero negar el origen de una para ser aceptadas por otros, nunca va ser sano. Y esa aceptación tampoco va ser real. Me faltaba darme cuenta que en realidad, juntas podíamos ser más fuertes, y que no era natural que estableciera desde el vamos esa rivalidad.

Darme cuenta de eso, con mucha observación y humildad, se lo debo al feminismo, que fue en mi caso un llamado a la tierra que entre muchas otras cosas me hizo cuestionar esa tendencia a odiar a las mujeres. Porque así, y con toda la vergüenza que me da decirlo, lo asumo; lo que había de base era un sentimiento de alerta, y por ende había un odio. Pero ese odio no es natural.

En mi mente antes reinaba una imagen de rivalidad y ahora predomina una tendencia hacia la colaboración. Cuando se lo explico a mis amigas, les digo que antes me veía subiendo una escalera sola (porque la vida de las mujeres es una gran y empinada escalera), pero ahora me veo avanzando con otras mujeres al lado, cada una ayudando a la otra a subir. Esa imagen es con la que me quedo, después de años de haber puesto una muralla defensiva, de haberme sentido amenazada, de haber incurrido en dinámicas de poca colaboración y de haber sentido que sola iba a lograr mis metas. Las metas no se logran sola, y menos pasando por encima de las demás. Y ciertamente mi éxito o mi bienestar no depende del malestar de ellas”.

Pía Torrealba (36) trabaja en marketing.