“Estudié Ingeniería en Turismo como primera carrera y luego Ingeniería Comercial. Reconozco que la primera carrera la elegí pensando en que con eso iba a poder viajar, porque mi familia nunca tuvo los recursos para eso y por tanto cumplí 18 años sin nunca haber tomado un avión. Finalmente y gracias a este deseo, me hice agente de viajes y trabajando en eso, me gané mi primer viaje sola a los 22 años a Cuba, que fue mi primera experiencia.

Me gustó tanto que luego me embarqué en los cruceros. Fue ahí donde conocí a mi marido. Él también tenía el mismo deseo que yo de viajar y conocer, por eso dejó su carrera de Derecho, e hizo un curso de fotografía y se fue a trabajar a los cruceros. Cuando nos conocimos, los dos estábamos –como se dice coloquialmente– en la misma parada en la vida. Desde que empezamos a pololear, para nosotros el ítem vacaciones siempre fue importante.

Cada año hacíamos un viaje juntos, hasta que en 2016, decidí tomarme por primera vez vacaciones sola. Me iría a Estados Unidos con unos amigos. Él, por su parte, decidió ir con un amigo a Torres del Paine. La decisión la tomé porque me di cuenta de que todas las veces que viajamos juntos, aunque lo pasamos bien, teníamos intereses distintos: a él le gusta mucho la naturaleza, de hecho ahora viene llegando de Alaska, pero yo jamás hubiese ido a ese destino. Quizás lo mío es echarme toda la tarde en una playa a leer un libro, mientras que él prefiere hacer un trekking. Y está bien.

Cuando nació nuestro primer hijo, el año pasado, yo tuve un periodo de lactancia muy complejo, me dio una depresión posparto. Decidí retrasar mi maternidad lo que más pude, hasta los 36 años, porque me costaba la idea de perder la independencia, pero a pesar de eso, los primeros meses me fui para abajo. Cuando logré salir mi hijo tenía un año. Me acuerdo que en una conversación con mi marido recordamos ese tiempo en que viajábamos harto y él me dijo que por qué no me iba de viaje sola. Fue lo mejor que me pudo pasar. Me fui con mi cuñada y después de ese año de depresión, por primera vez sentí que volvía a ser la mujer que alguna vez fui. Y no es que no me guste mi vida de madre y casada, solo se trata de un tiempo en el que uno descansa de la rutina, en el que despierto y puedo tomar desayuno a la hora que quiero, sin que nadie me esté pidiendo algo.

En ese viaje siento que volví a ser yo, fui a Orlando, me subí a los juegos; de alguna manera recuperé esa parte de la juventud que pensé que había perdido. Y mucha gente me peló. A algunas amigas les pareció mal que dejara a mi hijo chico con su papá, y otras, que también han dejado a sus hijos mientras se van de viaje, me decían que ellas entienden que deje unos días a mi hijo, pero me cuestionan porque no voy con mi pareja. A todas ellas les trato de explicar que cuando mi marido se va de viaje vuelve súper emocionado a contarme todo lo que hizo y a mostrarme sus fotos. Me cuenta incluso si se fue a tomar algo solo por ahí, porque en nuestra relación hay confianza.

Este año, que estoy embarazada de mi segundo hijo, volví a viajar. Conversamos otra vez y pensamos que una vez que nazca, va a pasar harto tiempo antes que podamos tomarnos un tiempo a solas, así que decidimos viajar cada uno por su cuenta. Y es que cada vez que lo hacemos, ambos volvemos renovados. Nos echamos de menos, volvemos queriéndonos más.

Cuando las mujeres nos convertimos en madres, sobre todo cuando los hijos están chicos, solemos meternos en una rutina en la que no hay mucho espacio para pensar, mirar o reflexionar lo que ocurre dentro y fuera nuestro. Yo entendí que para nosotros los viajes solos son un espacio para reencontrarnos con nosotros mismos, pensar en cómo va nuestra vida, y en todos los casos, ese espacio de reflexión ha sido positivo. Creo que es importante que rompamos con esa idea de que la familia tiene que siempre ir para todos lados junta, porque por más que seamos un núcleo, también somos personas independientes, con gustos, tiempos e intereses distintos.

Y también nos tomamos vacaciones juntos. Pero estos espacios a solas se los recomiendo a todas y todos. No necesariamente tienen que ser vacaciones; hablo de tener momentos para una, sin estar con los hijos y el marido. Al menos a mí, me permite encontrarme con la mujer que a veces en la rutina no veo, reconocerme y recordar qué cosas son las que me gustan y me hacen feliz”.

Carla Cofré tiene 38 años, un hijo de 2 años y está embarazada de 7 meses.

Es Ingeniera y emprendedora en @carlicosas