“Salí del clóset a los 33, hace cuatro años, luego de una vida en la que hice todo lo que los demás esperaron de mí. Crecí en una familia muy conservadora y convencional, donde las cosas siempre se han hecho de acuerdo a la norma establecida. Fui la hija estudiosa, me saqué buenas notas y siempre, incluso durante mis rebeldías adolescentes, mantuve la compostura. Siendo más grande tuve mi primer pololo, después un segundo y un tercero. Con ese, a los 29 años, me casé.
Hasta el día de hoy no tengo muy resuelto si las cosas que hice no me gustaron nunca o simplemente estaba tan predeterminada a hacerlas que las cumplí. Creo que en mi visión de mundo, simplemente no había otra alternativa, ni otros referentes, ni otras maneras. Mi entorno siempre había hecho las cosas de una forma ¿Por qué yo iba a romper con eso? Es tanto lo que puede calar la falta de representatividad o referentes que creo que incluso me convencí de que todo lo que estaba haciendo era lo que yo quería hacer, porque claro, eso era lo que todas y todos debíamos hacer. Llegué a convencerme de que podía pasar la vida negando mi identidad y mis deseos, porque no sabía ni siquiera que lo estaba haciendo. Pero al final me di cuenta que esa es una vida sin sentido. ¿Por qué había pasado todo ese tiempo complaciendo a los demás sin saber qué era lo que realmente quería? ¿Por qué me había puesto, sin saberlo incluso, en segundo lugar?
Quizás, de base, sentía que si yo hacía todo lo que los demás querían, les sería más fácil aceptarme cuando finalmente pudiera alzar mi voz. Pero mi voz no estaba del todo articulada aún. ¿Estaba feliz? ¿Estaba satisfecha? Muchas personas hoy me preguntan cómo pasé 33 años viviendo una vida que no era mía. Y la verdad es que no lo sé. Claro, era una vida que me era totalmente ajena, en la que nunca me sentí del todo cómoda, pero no conocía otra opción entonces tampoco había un punto de referencia.
Cuando me separé de mi marido, a los 32, negaba tanto mi realidad que no fui capaz de decírselo. Él ya lo sabía y me apoyó mucho en el proceso. Por eso, siempre estaré muy agradecida. Fue él quien me dijo que todo iba a estar bien. Porque en su minuto no se me ocurría algo más aterrador que decirle a mi familia que no era realmente la que siempre había mostrado ser. No era la hija perfecta y no iba a tener un matrimonio convencional por el resto de mi vida. Pero una vez que se hace, la sensación de liberación es más fuerte que cualquier otra. Y él estuvo ahí para acompañarme. Nunca me voy a olvidar cuando me dijo ‘podemos ir juntos a decirles, y si alguien osa decirte algo, yo estaré ahí’. Eso me hizo sentir acompañada.
Finalmente una se da cuenta que hay situaciones que dan mucho miedo, vértigo, nauseas y terror, pero peor es no enfrentarlas. A los 33, por primera vez, tuve mi primera relación con una mujer. Y ahí se me abrió el mundo. Había pasado todos esos años creyendo que el amor o la felicidad eran una cosa, cuando eran algo totalmente distinto. Al fin estaba viviendo la vida sintiéndome yo, pensando en mí, en mis necesidades, mis deseos. Con todas las dificultades que eso conlleva, porque no es como que se te soluciona la vida. También tuve que pasar por un proceso de aceptación, de adaptación, tuve que asumir que muchos de mis familiares no me aceptarían nunca más, pero a su vez estaba sintiendo un goce profundo que no había sentido antes. Estaba sintiendo amor en todas sus dimensiones y complejidades, un amor muy distinto al que me habían enseñado, que había sido más bien castrador.
Hoy, a mis 37 años, no estoy dispuesta a volver a reprimirme algo tan esencial como la propia búsqueda e identidad. Y en eso lo único que espero es que existan más referentes y más diversidad en todas partes. Para que las niñas y niños sepan que sea lo que sea que los moviliza, hay otros como ellos. Que no son los únicos incluso cuando se sienten así”.
Cesaría Baeza (37) es profesora de química.