“Soy el menor de cuatro hermanos hombres en una familia que se esforzó mucho para que todos recibiéramos educación. Nací y crecí en Maipú y durante toda mi infancia hubo ciertas cosas a las que no tuve acceso. Hay ciertas comidas y alimentos que conocí de más grande, cuando entré a la universidad y pude frecuentar otros estilos de vida que hasta entonces no se asemejaban al mío o al de mis vecinos de toda la vida. Mis padres eran y siguen siendo personas trabajadoras que solo querían que nosotros, sus cuatro hijos, tuviéramos más posibilidades que ellos. Como gran parte de los chilenos. Un poco anticuados en sus creencias y costumbres, quizás, pero no los culpo. Se han informado siempre por lo que ven en la televisión y no han tenido acceso directo a otros puntos de vista. Por lo mismo, han depositado muchas expectativas en nosotros.
Mis hermanos siempre han cumplido, a mi parecer, esas expectativas. Uno de ellos, el más grande, es técnico en administración de empresas, otro es odontólogo, otro es ingeniero comercial. Han ido pavimentando sus caminos, se han independizado y uno de ellos ya vive en un departamento junto a su polola e hijo de un año. Han ido cumpliendo los sueños que mi padre tenía para cada uno de nosotros; que tuviéramos una carrera, un trabajo estable y una familia. Y ojalá un auto. Sueños cuyos márgenes, en mi cabeza, se me hacían bastante limitados. Porque dentro de ellos no había mucho espacio para la diversidad. Y yo, que me veía y actuaba de una manera muy distinta a mis hermanos, me quedaba un poco al margen.
Siempre supe, en cierta medida, que me gustaban y atraían los hombres. Desde que tengo recuerdos, cuando mis compañeros traían revistas que habían pillado en alguna peluquería en la que salían mujeres en traje de baño, nunca me detenía a mirarlas con deseo, como sí lo hacían ellos. Más bien pasaba las páginas rápido para ver si salía un hombre, porque eso me intrigaba mucho más. No sabía aun que era porque me sentía atraído hacia ellos, pero sí me generaban mucha más curiosidad. Lo confirmé siendo más grande, cuando por fin me atreví a aceptar que me gustaba un compañero de curso. Yo me sentaba al lado de él y me ponía nervioso cada vez que llegaba. Pero una pequeña voz represiva a mi interior me decía que era mejor no compartirle lo que sentía. Además, yo mismo trataba de convencerme de que solo eran dudas y que probablemente pasarían. Pero no eran dudas. Y no pasaron. Me atreví a aceptarlo frente a mis amistades y mi núcleo más cercano a los 18. A mis padres y a mis hermanos nunca les conté.
Y la vida se fue dando así. Me pregunté muchas veces si lo detectaban o si al menos se lo habían cuestionado, pero en vez de transparentarlo, lo fuimos silenciando. Ellos no me preguntaban y yo no lo compartía. Una sola vez, mi hermano del medio me preguntó si tenía pololo, a lo que rápidamente le dije que no y me reí como si me estuviera molestando. Pero mi silencio posterior fue más que una confirmación. Y él lo leyó así, según lo que supe después.
Hace tres meses, cuando empezó la cuarentena y uno de mis hermanos volvió a la casa de mis papás, presentí que algo iba a pasar. No sabría cómo explicarlo, pero había una suerte de energía, entre el contexto y lo que estaba removiendo a nivel personal en cada uno de nosotros, que daba para pensar que con una pequeña movida en falso, la tensión que se había acumulado podía estallar. Los primeros días la convivencia estuvo bien. Yo estaba sin trabajo y por ende con más tiempo libre. Aproveché de leer, trasplantar unas plantas del patio a maceteros más grandes, ver series en Netflix y planificar mi futuro cercano. Sabía que no había mucha posibilidad de armar planes, pero en algún momento la cuarentena se iba a acabar y yo iba a tener que enfrentar lo que se había postergado: saldar mis deudas y buscar trabajo más estable. No era lo único que había postergado durante tiempo. Si bien parecía ser de entendimiento colectivo, nunca le había hablado a mis papás de mi orientación sexual. Y probablemente, si hubiese querido, habría podido seguir así durante años.
Pero no lo hice. Al cabo de dos meses de cuarentena, sentí la necesidad profunda de transparentar algo tan básico y sencillo a lo que por alguna razón le había otorgado una importancia mayor; quizás por miedo al rechazo, o porque me había costado a mí asumirlo, o porque sentía que al destaparlo se confirmaría que yo no era justamente como el resto de mi familia. Decirlo significaría no poder volver atrás. Me quedé pensando, antes de finalmente tomar la decisión de hablar, del poder que tienen las palabras. Cuando uno dice algo, lo decreta. Al decirle a mis papás que probablemente no cumpliría ciertas expectativas de ellos, estaba marcando un límite. Uno que me había costado mucho delimitar.
Esto fue hace ya un poco más de un mes, y mientras comíamos y mirábamos las noticias, simplemente lo dije. Más que hablar de manera pausada y tranquila, como lo había imaginado, fue una verborrea. Pero algo logré transmitir. Dije que me gustaban los hombres y que probablemente no tendría hijos como ellos querían. A su vez, con el impulso y la adrenalina del momento, les dije que me había costado mucho asumirlo y que no quería seguir renegando de mi ser. Tampoco quería sentirme culpable, ni silenciar algo que no tenía por qué permanecer oculto. Así como ellos nacieron sabiendo ciertas cosas, esto también era una certeza, de las pocas que tenía.
Luego de unos minutos en silencio, a mi mamá se le salió una lágrima. Me confesó que siempre había sabido, pero que había preferido obviarlo hasta que yo me sintiera preparado para hablar. Yo le dije que hubiese agradecido que me lo preguntaran antes, porque quizás eso habría facilitado mi propio proceso de aceptación. Muchas veces el callar las cosas hace que sean aun más difíciles de aceptar. El silencio les otorga una carga que no tendrían que tener. Y al hablarlas se normalizan. No creo, de hecho, que mi familia tenga prejuicios más allá de los que puede llegar a tener cualquier adulto de una cierta edad que no ha tenido mucho acceso o contacto con distintas opiniones y formas de ser, o que haya visto toda la vida lo mismo y no se haya preocupado de salir a buscar otras realidades. Pero el hecho en sí de no dialogar o conversar ciertas cosas hacía que perdieran la naturalidad. Y ese silencio puede opacar a aquellos que en algún minuto piensan en romperlo. Porque el silencio es fuerte y opresor.
Mi papá, que posó el tenedor y apartó el plato apenas procesó lo que le dije, se quedó callado. No me abrazó, como sí lo hizo mi mamá, y tampoco me pidió mayores explicaciones. Me preguntó, eso sí, si alguien más sabía. Y luego si yo hace cuánto tiempo lo sabía yo. Le dije que en el fondo siempre lo había sabido. Al poco rato, volvió a acercar el plato y empezó a comer. Entre un bocado y otro me dijo que si yo estaba tranquilo y feliz, ellos también lo estarían. Ahí mi hermano, que estaba tenso por la posible reacción de mi papá, soltó un suspiro. Todos nos reímos. Y unos días después mi papá me pidió perdón. Cuando le pregunté por qué, me dijo: “por no haberte hecho sentir que nos podías contar antes”.
Lo importante de haber hablado fue que aproveché el impulso inicial y lo hice, porque si no lo hacía ahora, no lo iba a hacer nunca. Y al hacerlo todo se volvió más liviano: me saqué un peso de encima y pude mostrarme tal cual soy. Sin ninguna máscara. Durante años sentí que algo de mí tenía que modificarse para que me aceptaran. Pero ahora ya no lo siento. Más bien siento una paz y fuerza interior que nunca antes había tenido”.
Damián Rodríguez (24) es diseñador gráfico.