Salir de las sombras
Hace un par de semanas tuve la oportunidad de visitar la casa de la Corporación Mañana, que acoge a hombres que han pasado por rehabilitación y necesitan un lugar protegido, apoyo y guías para reintegrarse a la sociedad. En esta casa viven 23 hombres, algunos están por salir -el máximo son 18 meses- y otros vienen llegando. En la casa de Ñuñoa se respira un aire complejo. De esperanza, pero también de dolor.
René tiene 36 años, veinte de ellos fue alcohólico y drogadicto. Comenzó a consumir a los 12. A los 22 tuvo una hija con su vecina, Margarita. La pequeña Leonor. Juntos encontraron un centro de rehabilitación y René se internó. Cuando salió, un año después, había logrado sacarse el veneno del cuerpo, pero todo había cambiado. Margarita había tenido una neumonía y estaba muy débil. No podía hacerse cargo de un hombre frágil, perdido, que no tenía trabajo y que no sabía cómo y hacia dónde echar a andar. A los pocos meses se separaron. René recayó. Esta vez sintió que no sería capaz de salir. Lo había intentado y había fallado. Terminó viviendo en la calle, comiendo de los tarros de basura, robando para poder alimentar la adicción. Perdió su dentadura, perdió su dignidad, lo perdió todo. Pero lo más doloroso para él fue perder a Leonor, su hija. Y fue esto lo que un día lo hizo salir de su escondrijo, debajo de un puente, y pedir ayuda.
Estuvo once meses en un centro de rehabilitación. Retomó contacto con Margarita. La relación estaba rota, pero pudo seguir viendo a Leonor. Tenía que lograrlo y esta vez no podía fallarle. ¿Pero cómo hacerlo? Sin familia, sin lazos, sin amigos, sin hogar, sin bienes, sin nada. Salir y encontrarse de vuelta con la soledad, con la calle, con ese mundo donde sabía no había un sitio para él. Esta es la situación en que se encuentran la mayoría de las personas que salen de una rehabilitación y no tienen redes de apoyo. Un gran porcentaje de ellos, como René, recae.
Hace un par de semanas tuve la oportunidad de visitar la casa de la Corporación Mañana, que acoge a hombres que han pasado por rehabilitación y necesitan un lugar protegido, apoyo y guías para reintegrarse a la sociedad. En esta casa viven 23 hombres, algunos están por salir -el máximo son 18 meses- y otros vienen llegando. En la casa de Ñuñoa se respira un aire complejo. De esperanza, pero también de dolor. Algunos tienen los ojos brillantes, con la ayuda del equipo de la Corporación han tenido logros, y sienten que esta vez sí encontrarán su lugar. Otros aún tienen los ojos nublados, la expresión hosca de quien no confía en el mundo ni en sí mismo. Pero lo que sí es evidente, es que todos ellos han tocado fondo y conocen la naturaleza humana.
Es eso lo que hace que hoy René, de visita en la casa, trabajando hace más de un año en la construcción, busque mejorar la calidad de sus compañeros de trabajo. Desde niño era bueno para moldear la madera. Hacía esculturas, y hoy les enseña a sus compañeros a expresarse a través del arte, a conversar sobre sus emociones. Es para él una misión, hacer que los trabajadores de la construcción sientan dignidad hacia sí mismos. Pero no solo René siente que después de haber pasado por el infierno tiene algo que aportar. La profunda conversación que sostuvimos esa tarde me hizo ver que el dolor ha hecho a estos hombres capaces de sentir al otro, de solidarizar, de entender, de apoyar. Hombres que en muchos sentidos son más evolucionados que la mayoría de quienes nos consideramos 'sanos'.
El 5 y 6 de octubre de este año hay un encuentro donde participarán fundaciones, entidades de gobierno y empresas para discutir el tema de la inclusión. Es absolutamente necesario que en la agenda social de este y los próximos gobiernos se incluya la implementación de centros como este que ayuden a millones de hombres y mujeres a volver a encontrar un lugar en nuestra sociedad. Ellos tienen muchísimo que aportarnos.
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