“Si tienes una mente sana, tienes un cuerpo sano”. Eso decía el pasaje de una galleta de la fortuna que le tocó a una chica en el cumpleaños de uno de mis amigos. “Es verdad”, empezó, “todas las enfermedades las crea la mente”. Yo le rebatí: “No si la genética no está de tu parte. Soy diabética y no es algo que haya creado con mi mente”. Ella se apegó a la creencia del pequeño papel impreso: “Sí, pero seguramente hay algo en tus energías o en las de tus papás o abuelos que te generó esa enfermedad. Espero que algún día se te pase”.
La diabetes no se me va a pasar aunque no coma ni un gránulo de azúcar en mi vida, porque es una enfermedad crónica. Se me olvidó comentarle que también tengo trastorno afectivo bipolar (TAB), otra patología crónica que tampoco la creé con mi mente. Para mantener controladas ambas enfermedades debo medicarme a diario y de por vida.
Cuando les cuento a las personas que tengo diabetes, suelen preguntarme si soy insulino dependiente (diabetes tipo II). Y sí, lo soy. Recibo comentarios como “Chuta, te pinchas todos los días” o “¡Qué valiente!, a mí me dan miedo las agujas. No podría hacerlo”. Nadie cuestiona el hecho de que necesite una medicina para mi estabilidad metabólica. Distinto es cuando les hablo del TAB, con lo que suelo ser más reservada. Inmediatamente me miran con cara de “Está loca”. Yo pienso en que analizan en retrospectiva cómo me he comportado con ellas. Por ejemplo, si un día fui simpática y horas más tarde mi humor cambió. Pero eso está muy lejos de ser bipolar, que es lo que la gente cree: que estás feliz en un momento y al otro triste.
A diferencia de mi otra enfermedad, con el trastorno bipolar sí he sido cuestionada por el uso de fármacos. Quizá no he sido señalada directamente, pero sí me han dicho que me voy a terminar enfermando más con todo lo que tomo, o que todo está en mi mente. Y no es así. Las patologías mentales uno no se las inventa; no crecen en la mente como la chica del cumpleaños (y estoy segura de que muchos) cree.
Según datos de la Organización Mundial de la Salud, una de cada ocho personas en el mundo padece algún trastorno mental, cifras que han ido en aumento desde que comenzó la pandemia. En 2019, 970 millones de personas padecían alguna enfermedad mental. 970 millones de personas estaban enfermas y, seguramente, debían medicarse para estar mejor. 970 millones de personas no se lo inventaron.
La desinformación y prejuicios respecto a enfermedades mentales diagnosticadas son abrumantes. Partiendo por el hecho de que no se nos cree, la mayoría debe pensar que somos exagerados, que la terapia no sirve y que los fármacos son solo un placebo del cual queremos depender para no afrontar la vida como el resto de la gente. Sé que muchas personas están en contra de tomar remedios en situaciones que se pueden evitar, como un dolor de cabeza; como también hay otras que se niegan a tomarlos porque no quieren contaminar su cuerpo. Y lo entiendo, lo respeto y no juzgo.
Sé que si no me pongo insulina, probablemente mis niveles de azúcar en la sangre suban, o si no como durante muchas horas el azúcar bajará y me puede dar una hipoglucemia. Pero no sé qué pueda pasar si dejo de tomar mi antidepresivo, mi estabilizador de ánimo o el fármaco de turno según mis necesidades anímicas.
La primera vez que fui a una psiquiatra fue una pésima experiencia. Me senté frente a ella y me puse a llorar. Me preguntó si estaba durmiendo bien. Le dije que no. Me recetó un antidepresivo por seis meses. “No lo dejes de tomar, porque te puede dar una recaída”. Y le hice caso.
Una vez que fui diagnosticada con TAB entendí muchas cosas de mí misma. Una de ellas es que quiero sentirme mejor, y, lamentablemente, para eso necesito ayuda de remedios porque mi cerebro no puede solo. No me hace gracia llenar mi pastillero todos los domingos. Lo detesto, pero también sé que es una práctica de responsabilidad y de autocuidado. Por eso cuando las personas juzgan el uso de fármacos en pacientes con patologías mentales argumentando que somos exagerados o que contaminan nuestro cuerpo, me parece poco justo. En lo último sí puede que tengan razón. No tengo conocimientos en química y farmacia, pero imagino que consumir tantos medicamentos por tanto tiempo no le debe hacer un favor al cuerpo. La cuestión es que no hay diferencia entre una persona que tiene diabetes y una que tiene TAB, trastorno ansioso, esquizofrenia o depresión. A diferencia de muchos, no nos medicamos porque podemos esperar a que un dolor de cabeza se pase por sí solo; nos medicamos porque lo necesitamos, porque las consecuencias de dejar un remedio abruptamente no solo nos afectan a nosotros, sino a nuestro círculo cercano.
Lo mismo pasa con la terapia, que es complementaria al tratamiento farmacológico, y que hoy por hoy es una herramienta opcional a la que muchos y muchas acuden para mejorar su calidad de vida.
El psicólogo Nicolás Fernández publicó en su cuenta de Instagram (@unpsiconico) una reflexión que creo que concluye perfecto este texto: “Ir al psicólogo no elimina tus problemas, tomar fármacos tampoco. Pero pucha que es distinto subir un cerro con chalas a hacerlo con zapatos de montaña, agüita y bien preparado. La terapia y los fármacos no caminan por ti, pero a veces son buenas herramientas para seguir ese camino”.