Soy madre de una hija maravillosa que, pasados sus 15 años, fue abusada sexualmente. Desde el momento en que decidimos enfrentar la verdad y hablar, nuestras vidas cambiaron radicalmente.

En un principio no sabíamos qué hacer. El miedo y la rabia nos invadieron por completo. Nuestra casa se convirtió en nuestro escondite; vivimos encarceladas hasta hace muy poco, con temor de salir a la calle, de hablar, del constante vértigo de la incertidumbre.

Mi prioridad era proteger a ese ser que un día llevé en mi vientre y que ahora intentaba sostener con mis brazos, mi corazón y mi amor, aunque sentía que no eran suficientes. Mi bebé, profundamente herida por un ser despreciable que, hasta el día de hoy, habita frente a nuestra casa.

Es doloroso vivir en un país donde la protección para quienes sufren estos actos atroces es insuficiente. ¿Dónde ir? ¿Qué hacer?

Un día, una fuerza interior surgió en mí. Enfrenté al abusador y le grité en plena calle. La intensidad del momento me hizo temblar, incluso perdí el equilibrio, como si mi cuerpo reflejara el peso de la impotencia y la rabia contenidas. Le dije que jamás iba a perdonar lo que le había hecho al ser que más amo en mi vida.

Desde entonces, he llorado tanto que llegué a creer que me quedaría sin lágrimas. El insomnio, la delgadez, las ganas de no continuar, de castigarme, la angustia, la culpa y la desesperanza se apoderaron completamente de mí.

Vivimos en silencio durante varios meses, hasta que nos decidimos a denunciar. Animé a mi hija a hacerlo y solas partimos a la comisaría. Nos acogieron muy bien. En una sala privada, una carabinera nos recibió. En el momento en que mi hija dio su testimonio, mi alma se desgarró por completo. Escucharla, ver sus ojos llenos de lágrimas, su cuerpo temblar, ha sido la situación más dolorosa de mi vida.

Así ha sido este turbulento tsunami del abuso. Pasaron varios meses hasta que la Fiscalía nos llamó a declarar. Mientras, tuve que trasladar a mi hija a otro domicilio porque ya no quería salir a la calle por temor a encontrarse con su abusador.

Cada etapa tiene su camino. Tuve que contarle a su padre (del cual estoy divorciada hace varios años). No sabía cómo enfrentarlo, temía que me culpara aún más de lo que ya estaba sufriendo, pero no podía sola. Él tenía el deber y la obligación de apoyarnos, y gracias al cielo, así fue. Se portó como un padre comprensivo y apoyador.

Con todo esto hemos vivido durante varios años. Con apoyo psicológico y psiquiátrico, hemos ido saliendo poco a poco. Aún esperamos justicia legal, pero el amor ha sido una herramienta para sanar juntas. Hemos descubierto que nuestro lazo es inquebrantable y que el amor que nos tenemos es eterno.

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* Patricia es docente y tiene 53 años.