Sané mi parto, y hoy ayudo a sanar los de otras mujeres

columna maternidad Paula



Tengo dos hijos, de 6 y 2 años, ambos embarazos fueron totalmente deseados y planificados. Mientras uno lo viví lejos de mi marido, porque estaba realizando su especialización médica, el segundo, estuvimos juntos. En ambos casos nos preocupamos de tener los controles al día, ir a las ecografías y por supuesto buscar el mejor lugar para tener el parto.

En el primer embarazo, elegimos una clínica con un presupuesto mayor al esperado, confiando en que eso garantizaría una buena atención. Sin embargo, la experiencia fue decepcionante.

Físicamente, mis gestaciones fueron increíbles; casi sin síntomas y con una vida activa que incluía deporte hasta el último día. Incluso trabajé en turnos de urgencia –soy psiquiatra– en mi primer embarazo, manteniendo mi rutina a pesar de la exigencia física y emocional.

Pero todo cambió en el último mes. Conocí a la matrona en la semana 35, quien me habló por primera vez del “plan de parto” y me dio información sobre algunos signos de alarma. Pensé que el parto sería un recuerdo hermoso y confiaba en el equipo, sin imaginar que mi experiencia sería muy distinta.

Acercándose el término de mi embarazo (cumplía 40 semanas un sábado), me dijo: “no vayas a tener tu guagua el fin de semana porque todo el equipo estará de fiesta en la playa”. Lo primero que pensé fue que ojalá nazca el viernes o el lunes. Sin tener por qué, ya me sentía culpable antes incluso de entrar en trabajo de parto.

Como la naturaleza es impredecible, empecé con dolores de parto en la madrugada del viernes. Primeriza, asustada e intentando no sentir. Recordaba una y otra vez la frase de “no parir ese fin de semana”. Por toda la situación, la angustia era peor y el dolor aumentaba, pero sabía que tenía que aguantar. Al final, mi mamá me recomendó consultar, al menos para saber cómo estaba el panorama. Llegué a la urgencia con un centímetro de dilatación.

– “Vamos a dejarla porque siendo del área de la salud, es factor de riesgo”–, dijo una de las enfermeras.

Ingenuamente pensé que esto no sería tan lento. Pero el tiempo comenzó a pasar. Me mantuvieron acostada y en ayunas largas horas, con monitoreos y varios tactos. A las 08:00 a.m. llegó la matrona y fue mi primer impacto cuando me dijo: “Te dije que no vinieras altiro. Eres exagerada. Sigues en un centímetro. Haz el esfuerzo de dilatar”.

Las horas siguieron pasando. Más tactos, rotura artificial de membrana, monitoreo constante, ayuno. Mi esposo se mantuvo siempre a mi lado, ahora sé, que con más impotencia que nunca.

A eso de las 14:00 hrs. empezó lo peor. La matrona entraba a preguntarme cómo me sentía. Me hizo un tacto y le pidió a mi marido que hablara conmigo pues, según ella, yo estaba mal con todo el proceso. Le dijo que ellos no podían hacer más si yo no colaboraba. Saliendo de la habitación hizo un gesto moviendo su dedo al lado de la cabeza, el típico movimiento cuando quieres indicar que alguien está loco. Me pusieron oxitocina, escuchaba desaceleraciones que me angustiaban cada vez más. Después continuaba el goteo de oxitocina y administración de fármacos. “Te voy a poner un medicamento especial para ablandarte el cuello, no me quiero quedar de madrugada, quiero ir al evento de la playa”, dijo.

Por fin a las 17:45 hrs. estaba con dilatación completa, lista para dar a luz. Si pensaba que ya había pasado lo peor, me equivocaba. Después de varios pujos, el ginecólogo preguntó por el consentimiento de episiotomía a la matrona y antes de que yo hablara, ella le dijo que sí estaba dispuesta, que lo habíamos hablado en el plan de parto. La rabia me corría por dentro. Nunca hablamos de episiotomía, y nuevamente, me intervenían.

A pesar de todo, mi hijo nació bien y sano, tuve un apego inmediato. Sin embargo, el puerperio fue desafiante, con una lactancia difícil y el recuerdo amargo de la experiencia del parto. Nunca presenté una queja formal, pues sentía que ninguna disculpa borraría lo vivido. Con el tiempo, comprendí que necesitaba relatar mi experiencia una y otra vez. Al compartirla, veía la sorpresa y compasión en las caras de quienes me escuchaban, confirmando que lo que viví fue violencia obstétrica.

Muchos años después puedo relatar por primera vez lo que ocurrió por escrito, porque es más lejano, menos amargo y doloroso. Tuve la fortuna de vivir un segundo parto reparador. Elegí un equipo que fue cercano y respetuoso, y pude hacer la mayor parte del trabajo de parto en mi casa. Al llegar a la clínica, cada intervención fue explicada y consentida. A pesar del dolor, estuve acompañada, con música, y pude sentirme respetada en todo momento.

Hoy me dedico a la psiquiatría perinatal, acompañando a otras mujeres en esta importante etapa del ciclo vital femenino. Sin proponérmelo, mi camino hacia esta especialidad comenzó mucho antes de ser consciente de mis motivaciones. Ahora, mi compromiso es acompañar y cuidar para que actos de violencia institucional en los partos no se repitan. Esa es la misión que me impulsa cada día desde el campo clínico.

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* Carolina Muñoz tiene 37 años y es Psiquiatra Perinatal

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