Creo no exagerar al decir que la posibilidad de viajar en el tiempo ha sido parte de nuestros sueños a lo largo de la historia de la humanidad. Nos acercamos a este deseo, por ejemplo, cuando bromeamos con la diferencia horaria que nos separa de Australia, con la cual parecemos “avanzar” o “retroceder” en un día luego de catorce horas de vuelo. Pero nada cambia del todo en realidad; no es que la mitad del mundo —dividido por el meridiano de Greenwich—, nos sorprenda con noticias anticipadas y, aún más, que se nos dé la oportunidad de modificarlas.
Es una decepción, es cierto. Sin embargo, el arte, en sus diversas formas, ofrece imágenes memorables sobre las posibilidades del viaje en el tiempo, junto con reflexiones no menores sobre sus consecuencias, eventualmente posibles.
A mediados del siglo pasado, Isaac Asimov publicó su novela El fin de la eternidad, con la que nos puso en el centro del control del tiempo y, más importante aún, de la manipulación de la humanidad. En el cine, mi favorita —quizás porque me encontró a mediados de los ochenta, en mi dulce y furiosa adolescencia—, es la saga de Volver al futuro: cómo olvidar a Michael J. Fox y su propio futuro que, por ese entonces, ni siquiera imaginaba. Podría seguir recordando: Terminator y Sarah Connor, 12 monos, y El efecto mariposa, todos filmes que dan cuenta de la vertiginosa cadena de pequeños eventos que van dando forma a multiplicidad de futuros.
Estas y otras producciones culturales de la atávica fantasía de viajar en el tiempo, creo yo, son posibles, porque de una u otra manera, las hacemos realidad cotidianamente a través de un maravilloso desarrollo cognitivo llamado memoria. Este proceso psicológico, alojado principalmente —pero no de manera exclusiva— en la interfaz cerebro-mente, es en realidad un complejo fenómeno con diversas formas de funcionamiento. Comprende, al menos, tres sistemas de almacenaje que decodifican los sucesos de la vida cotidiana: las llamadas memorias procedural, semántica y episódica.
La episódica, es el sistema que quizás más asociamos con la idea de memoria, con el pasado y con la experiencia de recordar, de “re-vivir”, de traer al corazón una vez más. Y esto, que es absolutamente correcto, define a nuestra memoria episódica como la capacidad de recuperar y traer a la conciencia eventos particulares de nuestra vida, teñidos de las emociones y afectos de ese ayer y, por qué no, también del momento en que los traemos de regreso a nosotros y nosotras mismas.
En la década de los ochenta, Endel Tulving, psicólogo estonio-canadiense, planteó que aquello de la imaginería de la literatura y las artes, supone una realidad diaria —aunque no siempre evidente—, para todas las personas: el viaje mental en el tiempo. Viajar en el tiempo es la capacidad mental de todos y todas de ser consciente del propio pasado o futuro, de nuestras memorias episódicas y también —quisiera agregar— es una habilidad colectiva, de nuestra humanidad. Tal como nos permite reflexionar la producción cultural, la ventaja evolutiva del viaje mental en el tiempo, es la de una mayor flexibilidad para actuar en el presente, a fin de proyectar alternativas de respuestas a los desafíos del futuro. Desde el punto de vista de un o una viajera mental en el tiempo, el pasado y el futuro solo existen, de manera retrospectiva y prospectiva, en el presente, en la cadena de aquí-y-ahora que se sigue una a otra, como aleteos de una mariposa.
No obstante, el viaje mental en el tiempo y el poder que conlleva en términos de agencia y transformación, puede, como todo poder, debilitarse profundamente. Dada que su base son los procesos de memoria, enfermedades neurodegenerativas o lesiones cerebrales caracterizadas por el olvido patológico y amnesias permanentes, restringen el rango temporal, inducen desorientación en el tiempo y el espacio, y dificultan la continuidad del sentido de identidad de las personas. Pero no solo estos procesos dañan la capacidad de viajar mentalmente en el tiempo, sino que también lo hacen trastornos y problemas de salud mental. En conjunto, y cada uno a su manera, la depresión, la ansiedad aguda y generalizada, traumas y estrés postraumático, y procesos de duelo complicados, dejan atrapadas a las personas en el pasado o en un eterno presente; en algunos casos, en un futuro cada vez más rígido y con escasas alternativas de imaginación, cambio y creación.
Si bien es cierto que, ante dificultades de esta naturaleza y severidad se requiere atención especializada —siendo quizás este uno de los aspectos centrales del trabajo en psicoterapia—, nosotras y nosotros, como viajeras y viajeros mentales en el tiempo, podemos adoptar prácticas en el día a día para cultivar esta importante capacidad.
Y, ¿por qué?
Porque contribuye con nuestro bienestar y, paradójicamente, enriquece nuestra vida presente. He ahí que lo más importante y lo más difícil es ampliar nuestra perspectiva temporal, hacia el pasado y hacia el futuro. Ello implica expandir el escenario que nos permite preguntarnos quiénes éramos en nuestra infancia, en nuestra juventud, cómo hemos cambiado, quiénes podremos ser en el futuro; desarrollar la curiosidad por el viaje de otros y otras, abrirnos a conversaciones intergeneracionales y tenerlas en cuenta para la toma de decisiones; y considerar comunidades, compañeros y compañeras de viajes, sus destinos colectivos, que den tiempo a quienes nos preceden y que continúen una vez que nos bajemos de esta nave llamada Tierra.
En palabras de John Connor, “El futuro no está escrito. No hay destino, solo lo que nosotros hacemos” (Terminator 2, 1991, James Cameron).
*Alemka es Dra. en Psicología, Investigadora CEPPS-UDP y MIDAP, y Directora de la Escuela de Psicología de la Universidad Diego Portales.