Creo que los gustos que de mejor manera se arraigan en las personas no son los de primera vista. Son aquellas cosas que aprendemos a querer y a preferir. De tanto verlas o de irlas entendiendo, las vamos haciendo propias y eligiendo como parte de nuestras preferencias. Para mí se ha dado así con las personas, los lugares, las artes y las cosas. Cuando llego a esos lugares perfectos en que todo parece funcionar como en una escenografía, me desencanto. Siento que no es real, no sé por dónde empezar a descubrirlo, me atrapa pensar que no tiene lugares corrientes, rincones olvidados. Me gusta que haya vacíos, silencios, cosas únicas del lugar que deberían parecerme raras, feas, distintas o inesperadas. Un camino similar he hecho en definir mi gusto o preferencia por determinados diseños y objetos. Hace unos años no apreciaba la cerámica. Me parecía noventera, anticuada, de estética medio añeja. Hasta que me metí en ese mundo y empecé a hacer cerámica y a tomar conciencia de su dificultad, su trabajo y el cuidado oficio que esconde. Me empecé a enamorar de la nobleza y simpleza del material y a valorar las terminaciones sencillas y pulcras que requieren de mucha paciencia y minuciosidad. Ya no me parecen tan fomes los colores terrosos y neutros de los tradicionales conserveros de cerámica. Ya no pasan desapercibidos a mis ojos: se han transformado en un clásico ya incorporado. Ahora me fijo en sus sencillas formas, sus enormes tamaños, los diferentes matices de café, crudo y blanco. Y en esas pocas características hay todo un arte que hoy es muy difícil de encontrar en excelente estado de conservación.