Ser hija ¿sin madre?
Desde que mi mamá murió, he tenido la necesidad de cuestionarme cuál es el significado social, emocional y lingüístico que implica ser la hija de una mujer que falleció. Hace dos años, cuando mi hermana me llamó para darme la noticia, de un golpe se destruyó el hogar al que pertenecí durante 35 años.
Una sensación tan abrumadora de extrañeza e incredulidad se apoderó de mí: ¿soy una hija que enterrará a su madre? Ante la respuesta quería huir, o al menos, tumbarme en mi cama y no volver a despertar, pero tuve que enfrentar mi dolor: elegir el ataúd, decidir su último atuendo, tramitar el acta de defunción, anunciar su fallecimiento, viajar de Guadalajara a la Ciudad de México. Todo al inicio de una pandemia, que ponía de frente a la muerte a nivel mundial.
La repentina toma de conciencia de no sentirme más la hija de alguien me produjo vértigo, o como dicen los libros sobre el duelo, me dejó en estado de shock.
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El lenguaje para hablar del dolor, la pérdida y la muerte es limitado. No sé cómo nombrar esta sensación de extravío, soledad y desorientación que me produce el hecho de “no sentirme más la hija de alguien”, eso le explico a mi terapeuta a través de zoom, “¿huérfana?” me pregunta mientras me observa del otro lado de la pantalla.
Aunque técnicamente mi genealogía indica que soy “huérfana” porque mi papá también murió, la realidad es que la falta de contacto y convivencia, generó menos impacto en mi vida, a diferencia de mi madre, quien de manera magistral me sacó adelante en todos los sentidos.
Sin embargo, la carga emocional que me hace sentir la palabra “huérfana” me hace recordar la primera vez que fui a la casa que me heredó mi madre, cuatro días después de su muerte. Aunque el lugar estaba perfectamente amueblado se sentía vacío. El único ruido que escuchaba era mi respiración. Camino hacia una de las habitaciones que jamás habité, pero que mi mamá me asignó. Abro el clóset. Encuentro ropa vieja hasta una cajita que contiene un mechón de pelo y mi cordón umbilical ¡Hasta eso guardaba!
Pero de todos los vestigios que encuentro de la que alguna vez fui, los cuadros fotográficos de mi fiesta de Xv años y mi graduación, me hacen caer en el abismo de la soledad tras aceptar que la propietaria que conservó todo esto por años con tanta delicadeza ya no está. “¿Soy huérfana?” me pregunto a mí misma. La pelirroja Annie era huérfana. La ocurrente Lilo era huérfana. No soy una niña, pero la realidad es que nadie más volverá a llamarme hija, entonces ¿Qué soy?
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Desde que era niña mi mamá me preparó para el día de su muerte. Quizá porque durante muchos años de mi infancia, sólo fuimos nosotras dos. Sus indicaciones Post-Mortem consistieron en compartirme ubicación de documentos relevantes, sugerencias para su funeral, pero nada sobre el proceso de reconstrucción que he tenido que enfrentar tras su ausencia.
Su muerte, para bien o para mal, me ha dado la oportunidad de investigar hacia afuera y hacia adentro de mí. Identificar lo terrible y lo bello. Reconocerlo, modificarlo y compartirlo. En broma, le digo a mi terapeuta que no imagino enfrentar este duelo materno siendo contadora o ingeniera porque la escritura ha sido fundamental en este proceso de introspección.
Y lo he logrado a través del periodismo que me dio las herramientas para expresar ideas escritas, mientras que la antropología la posibilidad del autocuestionamiento, y así la mezcla de mis conocimientos que han hecho desafiar la contundencia de la muerte para crear memoria donde la muerte impone olvido, para ofrecer amor cuando el dolor parece despojarnos de todo.
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A partir de la muerte de mi madre he tenido que ser adulta a toda costa. Es extraño reconocerlo porque llevaba más de una década viviendo en pareja, desde los 20 años trabajo para mantenerme, pago impuestos y cuido de mí desde la adolescencia. De hecho, comenzaba a vivir ese proceso de convertirme en “la madre de mi madre” al acompañarla con un abrazo tibio en los quiebres emocionales que le dejó la muerte de su padre y su hermano, en ser su cocinera particular los fines de semana o su consejera sentimental.
Aunque siempre he sido independiente, el látigo de la adultez me golpeó con fuerza tras su muerte, porque he tenido que aceptar que tengo muchas personas a mi alrededor que me aman, pero ninguna lo hará de la misma forma que ella.
Mi madre siempre estuvo presente y sin falta para mí. Sus “te amo” y “sé feliz” en la edad adulta fueron la prueba más generosa del respeto a mis decisiones, aunque no siempre estuviera de acuerdo. Y entonces ¿qué pasa cuando miro el espejo y no la veo? me encuentro yo de múltiples formas y descubro que mi madre vive en mí y en los recuerdos que la mantienen viva desde la memoria.
A mí la vida no me debe caricias. He recibido muchas, literales y metafóricas, empezando por mi madre, pero me debe respuestas, sobre todo tras su muerte.
Como dice la escritora colombiana, Piedad Bonnett, en su libro: Lo que no tiene nombre: “Buscar respuestas es sólo un modo de hacerse preguntas, de negociar con las preguntas, de saber cuántas preguntas caben en una obsesión” y la mía es descubrir cómo se le llama a una mujer que tiene una madre muerta.
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