Rocío (33) no tuvo ningún problema con el embarazo de su primer hijo, ahora de tres años. Pero con el segundo, Benjamín, tuvo que ser hospitalizada 17 días antes del nacimiento por una placenta previa. El niño nació de 31 semanas en septiembre. Y mientras su pareja gozaba con la llegada del menor de la familia, esta bióloga ambiental no podía parar de llorar. Para ella la sensación de haber salido de la clínica sin su guagua, que quedó hospitalizada por ser prematura, era insoportable y poco natural. “Durante las primeras dos semanas no quería ver a nadie porque lloraba todo el tiempo. Antes lo había tenido dentro de mí y lo extrañaba en la casa”, cuenta.

El caso de Rocío no es ni será el único: la prematurez va en aumento en todo el mundo. Es la principal causa de muerte neonatal y la segunda causa de mortalidad infantil. Se estima que cada año nacen de forma prematura 15 millones de niños de los cuales 1,1 millones fallecen, según cifras de la Organización Mundial de la Salud.

Un niño es prematuro cuando nace antes de las 37 semanas de gestación y prematuro extremo cuando lo hace antes 32 de las semanas o con un peso menor a los 1.500 gramos.

En Chile, nacen cerca de 20.000 niños prematuros al año, lo que representa el 8,2% del total de los nacimientos. Aproximadamente un 1% son prematuros extremos, y de ellos un 75% logra sobrevivir. Más de un tercio lo hace con alguna secuela.

Dar luz a esta realidad

Para visibilizar esta realidad a nivel mundial, la OMS, estableció el 17 de noviembre como el Día Mundial del Prematuro. Y dentro de esa instancia, un grupo de médicos de distintas disciplinas lanzó el libro Mi Hijo Prematuro. Nacer y crecer (Ediciones UC. 2022) con la intención de entregar una guía práctica para madres, padres y cuidadores que estén pasando por ese proceso, muchas veces inesperado y desconocido.

Escrito con un lenguaje cercano, este libro reúne información clave para orientar a las familias en las distintas etapas de la hospitalización neonatal y el seguimiento posterior del niño y la niña durante la primera infancia.

Una de sus coautoras, la psicóloga de la Unidad de Neonatología de la Red de Salud Uc Christus, Francisca Wormald, explica que uno de los desafíos iniciales es lograr la sobrevida con las menores secuelas posibles, un proceso que no se limita a la hospitalización, sino también a un seguimiento especializado por parte de pediatras y expertos en prematuridad.

Todo este proceso puede ser muy estresante para las familias, por lo que la salud mental es fundamental para atravesar esta etapa, muchas veces invisible para el resto de la sociedad. “El apoyo médico y psicológico para sus papás es muy importante, pues es un periodo donde una intervención psicológica oportuna ayuda de manera significativa a disminuir las secuelas emocionales en la madre, la pareja y el vínculo con su hijo”, explica Wormald.

Para Rocío el acompañamiento psicológico durante esos días fue clave. “Uno no sabe lo que va a ocurrir, si van a haber complicaciones, consecuencias negativas a largo plazo para el bebé, problemas respiratorios entre otras cosas”, dice. “Todo parece una eternidad. Estuvo cinco semanas hospitalizado y al principio podrían haber sido ocho”, agrega.

La culpa

El ingreso de un recién nacido en la UCI neonatal desencadena en la madre y el padre un fuerte dolor emocional y muchos temores. Y a pesar de que un porcentaje importante de los partos prematuros ocurren sin una causa clara, el proceso puede generar un enorme sentimiento de culpa. A Rocío, los primeros días después de la llegada de Benjamín, la carcomía este sentimiento.

“Mi primer embarazo fue muy sano. Además yo soy hiperquinética, me cuestioné si no me había quedado lo suficientemente quieta, o si pude haber hecho las cosas de otra forma para que no se desencadenara el sangrado. La sensación de culpa es muy grande por la incertidumbre que significa tener un bebé prematuro”, cuenta.

Este sentimiento, explica Wormald, puede verse incrementado al ver al recién nacido conectado a cables, máquinas y monitores. Para Rocío ese fue el momento más aterrador desde que nació su segundo hijo.

“El tener que conectarse emocionalmente con su hijo y acompañarlo a través de una incubadora, pone inevitablemente una barrera física entre madre e hijo que es difícil de sortear. Las madres y padres necesitan el contacto físico con sus hijos, lo más duro para ellos es tener que dejarlos cada día en el hospital, la imposibilidad de abrazarlo, tocarlo con soltura, olerlo y reconocer su cuerpo”, explica Wormald.

Otro importante desafío es compatibilizar las visitas del recién nacido con la vida cotidiana, especialmente si se tienen otros hijos. Y para las madres, sostener la producción de leche puede ser una tarea cansadora y demandante, cargada de emociones ambivalentes. “Por una parte es la posibilidad de entregarle a su hijo algo que sólo ellas como madres puedan darles, y por otro supone un sentimiento de mucha responsabilidad y potencial frustración si no se logra producir lo que su hijo necesita”, explica Wormald.

La lactancia ayudó mucho a Rocío a superar la lejanía de su hijo. Para ella era un momento del día en que podía conectarse con él, y sentir que estaba haciendo algo para colaborar en su crecimiento. “Me sentía útil, porque es poco lo que podía hacer por mi bebé que estaba lejos. Era una tarea y un desafío muy grande sacarse leche cada tres horas sin él al lado. Yo trataba de conectarme con él cada vez que lo hacía, pero no todas las mamás pueden hacerlo”, cuenta.

Wormald ha sido testigo de cómo los padres se van adaptando y aprendiendo de la fortaleza de sus hijos, que en la mayoría de los casos van ganando gramos cada día. “Ser mamá y papá de un niño prematuro no es fácil, y mientras sus hijos crecen en peso, va también creciendo el amor por ellos”, dice.