Cuando tenía 20 años quedé embarazada de mi primer hijo. Me enteré de ese embarazo porque en una consulta con el psiquiatra, éste me diagnosticó bipolaridad y me recetó litio. Al momento de entregarme la receta me dijo que si alguna vez quería ser mamá, debía suspenderlo de inmediato. En ese tiempo había terminado un pololeo y quise estar segura de poder tomar la pastilla, así que le pedí a mi mamá que me comprara un test de embarazo. La posibilidad de que saliera positivo ni siquiera rondaba por mi cabeza, tanto que me lo tomé en el baño de un restorán de comida rápida. Pero salió positivo.
Durante mi embarazo no pude seguir el tratamiento para la bipolaridad, pero sí tuve otros tratamientos psiquiátricos para apalear todo lo que me estaba pasando. Y es que fue un período con un sinfín de emociones: quise morir y vivir cada día. Además fui mamá soltera y con una madre muy recriminadora.
Yo había leído en ese tiempo lo que era la bipolaridad y la verdad es que calzaba bastante conmigo, me sentí tranquila porque, al fin, sabía lo que me estaba pasando y que debía hacer. Cuando me dieron el diagnóstico pensé que mi paseo eterno desde los once años por psiquiatras y psicólogos se había acabado, sin embargo, lo que desconocía era el estigma de la sociedad, de la familia, de mis futuras parejas; el miedo de que la enfermedad fuera hereditaria y tantas otras cosas que fui viendo con los años.
Seguí en tratamiento psiquiátrico con otros fármacos por años hasta que tuve una recaída y mi psiquiatra me volvió a recetar litio. Esta vez lo tomé. El cambio fue categórico; sentí una estabilidad emocional que nunca antes había sentido en mi vida. También conecté mejor con mi hijo que, a esas alturas, ya tenía seis años. La culpa se iba quedando atrás y lograba vivir mejor, pero comencé a sentir miedo por la posibilidad de que él pudiese tener bipolaridad, y también vi la discriminación.
Uno no anda contando por el mundo que es bipolar, aún así yo lo hablé con mi jefatura, y ese mismo año me desvincularon. Luego vino la pandemia y yo, sin trabajo ni plata, no pude acceder más a mis medicamentos, pues el litio –que según yo, había salvado mi vida–, costaba 90 mil pesos mensuales. Pasé a ser Fonasa y me inscribí en el consultorio donde me dieron hora para cuatro meses más. Tuve una nueva crisis que me llevó al punto de no querer vivir más, pero salí adelante.
Al poco tiempo encontré trabajo y conocí a la persona que hoy es mi pareja. Meses después decidimos ser mamás. El plan fue que ella donaría el ovulo y yo lo gestaría, sólo para resguardarnos de tener un hijo potencialmente bipolar. No quería que pasara por lo mismo que yo.
El problema es que otra vez tuve que dejar el litio, consciente de que no podría gestar tomándolo. Así me embarqué en un viaje lleno de episodios oscuros; emocionalmente fue como vivir en una cueva, oscura, fría y llena de los demonios internos. Una vez que nació mi segunda hija, mi idea era dar pecho hasta que ya no pudiese más, hasta que mi cabeza empezara a jugarme en contra a tal punto que pidiera el litio como una bengala para salir de este laberinto.
Ese día llegó al mes, pero no pude dejar la lactancia. La ansiedad por separación que me daba el hecho de que mi hija no tuviese el pecho a su disposición, me impedían retomar mi tratamiento. Lloré pensando en la angustia de que me pidiera la pechuga y no se la pudiera dar; lloré pensando que algo que nos hacía tan bien, podía perjudicarla si yo comenzaba a tomar el medicamento.
Fui muy dura conmigo y me cuestioné pensando en que si no era capaz de mantenerme a mi misma, ¿como podría cuidar a un ser humano pequeño?
Recuerdo que mi psicóloga fue categórica en decirme que mis hijos necesitaban una madre que estuviera bien. ¿Necesito realmente el litio?, me pregunté varias veces entre lágrimas. Fui muy dura conmigo y me cuestioné pensando en que si no era capaz de mantenerme a mi misma, ¿como podría cuidar a un ser humano pequeño?
A mi cabeza vinieron todas esas veces que mis intentos por convertirme en madre o cuidadora, habían fracasado, como cuando quise adoptar y no pude, o cuando quise ser casa de acogida y no pude, incluso cuando quise donar células madres y no pude. Todo por ser bipolar. Pensé también en la desgracia de mis hijos de tener una madre enferma.
Recién ahí entendí que si no me tomaba mi medicamento, no estaba cuidando de mi misma, y que si no cuidaba de mi misma, no podía cuidar a otro ser humano. Pero peor, este razonamiento me llevó en algún punto a encontrarle razón a quienes cuestionaban mis capacidades de maternar. Por eso es que decidí mejorar.
Hoy, estoy comenzando la fórmula para dejar el pecho. ¿Si siento culpa? Sí. Pero también siento esperanza de sentirme mejor, de ser mejor, de que el día de mañana mis hijos recuerden a esa mamá que jugaba con ellos y los llevaba al parque. Hoy comienzo a dejar la lactancia para poder tomar litio y no quedarme entremedio de las sábanas mientras mis hijos quieren estar conmigo.
Soy mamá, y soy bipolar. No soy perfecta, pero soy capaz. Y sé que la felicidad de mis hijos me da la razón de que estar en tratamiento es el mejor camino.