No he tenido una vida fácil. Y lo digo sin ánimo de hacerme la víctima, más bien porque creo que es importante hablar de mi pasado para entender, a partir de ahí, la manera en que he enfrentado y vivido mi adultez y la maternidad.
Nací en Copiapó, en la población Pedro León Gallo. Crecí en una familia muy humilde y tuve un papá y una mamá que siempre trabajaron. A los 12 años me fui a vivir sola a Santiago porque practicaba gimnasia y atletismo y tenía que estar ahí para poder seguir con eso. Mis papás me mandaban encomiendas, pero nunca me fueron a ver. En esa época no había internet, no teníamos teléfono y eso en parte hizo que creciera muy a la deriva.
La verdad es que en ese momento no me cuestionaba la figura materna. La forma en que mi mamá era o no era conmigo no la veía ni como algo bueno ni como algo malo. La imagen que tengo de ella es algo que ha ido cambiando con los años, una figura que he analizado ahora que soy grande. Porque de niña y luego de adolescente yo vivía no más, hacía lo que tenía que hacer por instinto. Y creo que eso lo aprendí en la población en que nací, que era la ley de la selva. Venir de ahí me ayudó a acostumbrarme a que había que defenderse no más. Y fue así que de a poco fui formando una coraza. Y lo hice sin darme cuenta. La primera vez que sentí la necesidad de tener a mi mamá al lado fue cuando menstrué por primera vez y no tenía idea lo que me estaba pasando. Ella nunca me habló de eso.
Nunca más volví a mi casa. De grande estudié educación física y a los 32 años tuve a mi primer hijo. Estaba emparejada con un hombre de quien aguanté todo tipo de malos tratos por mis hijos, porque estaba convencida de que lo más importante era tener una familia constituida y que ellos crecieran cerca de él. Todo el resto para mí era secundario. Sé que nadie me obligó a estar con él, fui yo quien decidió quedarse a pesar de todo. Y lo decidí porque veía que con mis hijos él era bueno.
Muchas veces me fui de su lado, pero veía a mis hijos llorar desconsoladamente porque lo extrañaban. Y me sentía una mala madre por separarlos. Así fue que fui y volví varias veces. Podría inventar excusas para justificar el haberme quedado, pero la verdad es que no tuve fuerzas para irme de manera definitiva.
Siempre me preocupé de que mis niños nunca vieran nada. Yo lloraba escondida y a veces me iba a dormir con el mayor para estar segura de que mi marido no me haría daño, pero a mis hijos los mantuve al margen y siempre los protegí. A ellos nunca les faltó nada y estuvieron cuidados. Fueron al colegio, les conseguí beca y pudieron dedicarse al deporte, que era lo que les gustaba. Y es que a ellos dos los he puesto por delante de todo.
El 2014 fue el mejor año de mi vida. Nos fuimos a vivir a Ancud para que pudieran dedicarse de lleno al deporte y pude dedicarme de lleno a la maternidad. Trabajaba en lo que se pudiera, pero tenía tiempo y espacio para dedicarme a ellos por completo. Allá además conocí a la Chayito, una mujer maravillosa que me ayudó a cuidar a mis niños y sin la cual no hubiese podido salir adelante. Ella llegaba y me decía que me fuera a trabajar tranquila. Si no hubiese sido por ella y su familia, no sé si salgo de todo esto.
Poco a poco fuimos armándonos como familia los tres. Y mi ex desapareció. Para ellos el papá era un hombre muy simpático con el que se reían mucho y por cuidar esa imagen hasta le pagué pasajes y estadía para que viniera a ver a los niños, pero cuando fueron creciendo se empezaron a dar cuenta de que las cosas no eran tan así. Notaron que nunca los iba a ver y que en realidad era un papá muy ausente.
A mis hijos prácticamente los críe sola y siempre los dejé hacer lo que quisieran en la medida de que sus decisiones las tomaran con responsabilidad. Y en ese sentido, fui yo quien los siguió a ellos, no ellos a mí. Todo con tal de que cumplieran sus sueños. La maternidad no ha sido un camino fácil, pero sí el que más orgullos me ha dado. Siempre me la imaginé como en esas películas que uno ve en que los papás hacen dormir a los hijos y les leen cuentos antes de dormir. Imaginé eso porque siempre he pensado que nací para ser madre. Quería tener hijos para darles cariño.
Han pasado muchas cosas feas, pero, a pesar de todo, me siento realizada. Veo a mis dos niños y me lleno de felicidad. Y es que despertar con ellos ha sido lo máximo que me ha pasado. Yo he sido inmensamente feliz dedicándome a ellos.
Sé que quizás pensé más en ellos que en mí, pero no me arrepiento. Son hombres independientes que hacen su cama, lavaban su ropa y sacan las cosas de su mochila. Ellos no ayudan a la mujer, ellos están a la par. Y eso me pone feliz, porque los miro y veo buenas personas, hombres solidarios, humildes, amigos de sus amigos y personas que se adaptan a todo. Que saben que pueden tener hoy día y mañana no.
Ser mamá de ellos, además, hizo que perdonara a mi madre, porque entendí que su ausencia era para poder darnos lo mejor. El día en que ella murió, mi papá me contó que para tenerme, mi mamá se fue sola, caminando al hospital. Él no estaba y no teníamos auto. Pescó su bolsito y partió. Obviamente ahora la veo con otros ojos. Estoy orgullosa de ella y sé que todo lo que hizo lo hizo porque pensó que era lo mejor. Igual que yo con mis hijos.
Nancy tiene 56 años y es mamá.