A los 30 años ya vivía en Cuenca. Me había ido de Chile hace ya unos años, estaba viviendo con mi pareja y hace muy poco tiempo había ingresado, al fin, a un trabajo después de una larga búsqueda. Pedro se estaba sintiendo mal y en poco tiempo mis días dieron un giro completo: tenía cáncer. Tuve que enfocarme en su quimioterapia y en un embarazo que no tenía idea que se estaba gestando.

Desde ese preciso momento me puse en un segundo lugar, pasando mis días corriendo entre el hospital, el trabajo, nuestro departamento y familiarizándome de a poco con lo de ser mamá. Y aunque nunca fui mucho de contar mi vida y problemas, ese caos me hizo llamar a mi mamá y pedirle que viniera a acompañarme un tiempo mientras yo seguía con todo.

Cuando Pedro y yo salimos de ese linfoma de Hodgkin y los resultados fueron buenos, se le presentó un trabajo en Estados Unidos. Era el momento preciso porque esa oportunidad nos ayudaría a pagar las deudas pendientes y a acomodarnos nuevamente. Yo me quedé en Ecuador con mi ya nacido Benito y con la familia de Pedro, una muy contenedora que fue fundamental para que las cosas se me hicieran más fáciles. Lo que no sabía era que a la par estaba generando una enfermedad que nunca me di el tiempo en tratar.

Cuando mi hijo cumplió 4 años y yo 35, decidimos irnos por un año a Estados Unidos. Ya era mucho el tiempo entre esta ida y vuelta con Pedro. Antes del viaje tenía que hacerme unos exámenes para revisarme unos lunares por antecedentes familiares, y dos días antes de partir me vinieron unas puntadas en el pecho muy fuertes; se me dormía todo el lado izquierdo de mi cuerpo, mis manos me dolían muchísimo, me mareaba y me angustiaba el hecho de que el doctor me diera algún diagnostico negativo porque estaba convencida de que me iba a morir.

Eran noches sin dormir pensando en la muerte, buscando la forma de despertar sin dolor. Me quedaba poco tiempo para el viaje y los exámenes arrojaron resultado solo marcados por el estrés; lloraba mucho, no descansaba y sentía una sensación de frustración inexplicable. Esto hasta que hubo un mal día en mi trabajo y empezaron de nuevo los dolores. Sentía que me presionaban el pecho y no podía respirar. Otra vez algo me decía que me iba a morir, mientras mi pareja no entendía por qué me quejaba de dolor si ya me habían dicho que no era nada. Caí en emergencias en Estados Unidos con una crisis horrible, sin embargo, y como siempre, me devolvieron a mi casa con un par de inflamatorios.

Después de Estados Unidos, fui a Chile a pasar tiempo con mi familia. Necesitaba de mis papás, del guatero de mi mamá, de dormir con ella y de que me dijeran que todo iba a estar bien. Y después regresé otra vez a Ecuador, donde de a poquito volvieron las manías del orden, los dolores intensos y los llantos interminables. Hasta que un día mi hijo llorando me pidió perdón porque había desordenado un poquito la cama. Ahí noté que mis cambios de ánimo eran tan fuertes y constantes que le generé a mi hijo miedo a su propia mamá, ya que absorbía todo mi malestar. Y es que Benito es mi compañero, me quedé con él sola dese muy chiquito por el trabajo de mi marido y que él lo haya estado pasando mal por mí, me hizo un clic muy fuerte. Tanto, que fue ahí por primera vez que me plantié ir a una terapia.

La verdad es que llegué en un estado horrible, llorando sin parar y pidiéndole perdón por mostrarme así. Fue una conversación eterna en la que por primera vez en mi vida fui honesta con lo que me pasaba. El diagnóstico fue Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC), crisis de pánico y depresión. Palabras fuertes que se me hicieron difíciles de escuchar y que me remecieron. Me dio mucho miedo, porque por primera vez sentí que no era yo la que tenía que controlar como mejorarme, que dependía de pastillas no por un par de meses, sino como mínimo un año. Contar que no estaba bien fue un desafío más grande aún.

Los primeros días fueron de cambios, porque no te sientes bien de inmediato. Dormía más, tenía dolores de cabeza, mucha sed. Síntomas que Benito entendió, sin cuestionar nada. Sólo una vez me preguntó por qué tomaba unas gotas para dormir y unas pastillas. Le respondí que era para estar mejor y no ir a tanto doctor. Nunca más me preguntó nada y seguimos adelante.

Leí un montón sobre recursos naturales que han tenido muy buenos resultados y fui algunos. Pero seguir un tratamiento con pastillas y terapia me ha ayudado. Lo digo así porque sé que es un camino larguísimo.

Soy una mamá que tiene mal genio, que se supera, que quiere un montón y que también echa de menos a sus papás, aún más si viven lejos. Me reconocí vulnerable y entendí que en los tiempos de no dar más por múltiples cosas que nos pasan es cuando nos construimos como somos.

La presión de que tenemos que ser fuertes y no decaer, o eso de que el no estar bien es reflejo de fracaso, son alguno de los sentimientos con los que luchamos constantemente las personas. Todos venimos con una historia y muchas veces nos cuesta reconocer que ciertos comportamientos que no están bien tienen un por qué. Por eso mismo me nace mucho más el tener empatía con el otro.

A días de que mi doctora me dé de alta, tengo miedo, pero sé que tengo apoyo, porque aprendí que pedir ayuda no es un signo de debilidad y que mi perfección no va del lado del ser el ejemplo modelo para mi familia. Y es que darme el permiso de no sentirme bien es lo que me hace ser una mejor mamá y compañera para Benito.

Josefina (36) es mamá y chef.