Durante varios años de su carrera Gabriela Salvador usó un moño pulcro, muy tirante y apretado para ir a su trabajo. Incluso en su foto de Linkedin aparece peinada de esa manera. Pero los elásticos, la laca y el gel no son de su gusto, más bien fueron parte de un rol que tuvo que asumir para no sentirse discriminada.
Estudió Ingeniería Comercial en la Universidad de Chile y apenas egresó, comenzó su carrera en el área financiera. Estuvo 17 años en un reconocido banco y luego le ofrecieron un alto cargo en una institución de la competencia. Hasta ahí, todo bien. Excepto porque tuvo que empezar a tratar con hombres con poder, de par a par, y eso terminó siendo una de las experiencias más complejas de su vida. “Cuando uno está en puestos más bajos, al menos en mi experiencia, el tema no es tan grave porque estás con hombres y mujeres. Pero cuando empiezas a crecer en una empresa, el número de mujeres pares va bajando. En algún momento llegué a un cargo muy alto en un banco, de hecho fue un cargo que se inventó en ese momento, porque tomé muchas áreas y todos mis compañeros hombres que eran gerentes de esas áreas, quedaron a cargo mío”, cuenta.
Reconoce que se tuvo que enfrentar a situaciones complejas; comentarios como que ella estaba ahí porque era bonita o porque se había acostado con alguien. “Entonces mi manera de evitar eso fue masculinizarme. Empecé a usar moño y trajes grandes de dos piezas, porque sentía que de esa manera no iban a pensar que era sexy y que por eso estaba ahí”, confiesa. Aun así, con su nueva vestimenta, siguió sintiendo la presión de ser un gallo –gallina en este caso– en corral ajeno. “Una vez entré a una reunión donde sólo había hombres y uno, en tono de talla, me dijo: ‘Te equivocaste, la cocina está allá', algo que parece burdo, pero que sigue ocurriendo”, reflexiona. Y cuenta otras tantas situaciones del mismo calibre, como una comida en la que le tocó sentarse con otros gerentes y sus mujeres. El minuto que ellas comenzaron a organizarse para ingresar a un taller literario, Gabriela les explicó que no le alcanzaba el tiempo y recién ahí se dieron cuenta de que era ella y no su marido la que trabajaba en el banco. Vieron como una amenaza que una mujer atractiva trabajara a la par con sus maridos, y no dejaron de atacarla. Incluso le insinuaron que no era una buena madre por su cargo tan demandante.
Entre las pocas peticiones que puso para acceder a este trabajo, Gabriela pidió salir a las 17:00 horas, justamente para poder llegar temprano a ver a sus hijos. “Ese también fue un motivo de discriminación; a pesar de que no por el hecho de irme antes hacía menos pega que mis compañeros, igual me pagaban menos. Y yo tampoco lo exigía. Porque al final el trabajo es tan poco compatible con la maternidad, que por tener ese horario o por pedir permisos para llevar a los niños al doctor, sentía que no tenía el derecho a que me pagaran igual que mis pares hombres. Ellos están de 8:00 a 20:00, aunque algunas de esas horas tomen café”, dice y recuerda que una vez que conversó de este ítem con su jefe, este argumentó que no le subían el sueldo porque su marido ganaba buena plata.
La experiencia de Gabriela es una de las tantas formas de discriminación que vivimos las mujeres en el mundo laboral. Una situación compleja de la que dio cuenta el Barómetro del Trabajo, un estudio que se presentó en noviembre del 2020 en el que se entrevistaron a mil personas de ambos sexos, que habitan en todo el territorio nacional. En este informe la primera cifra que se define es que un 45% de las y los encuestados dice haberse sentido discriminada o discriminado en el trabajo y un 27% reconoce que el principal motivo es ser mujer. Le sigue en segundo lugar con un 22% la desigualdad de salario y en tercer lugar con un 21%, la apariencia física.
Marta Lagos, socióloga de MORI (Market & Opinion Research International), quienes desarrollaron el estudio, explica que la mujer es discriminada no sólo en el trabajo y que lo que este estudio develó fue algo que no estaba visibilizado; en el trabajo, mientras mas nivel socioeconómico se tiene, más discriminadas se sienten las mujeres. De hecho entre quienes reconocen sentirse discriminados, un 35% tiene educación superior, un 30% es de clase alta y otro 30% de clase media. “Lo que dice esto es que la educación nos entrega elementos para reconocer la discriminación, porque no es que en otros sectores sociales no ocurra”, dice Marta.
Dime que ves ¿y te diré quién eres?
Gabriela cuenta que una vez se tuvo que operar de la columna y cuando volvió a la oficina supo que habían rumores sobre su cirugía. “Unos compañeros me dijeron: ‘Así que te hiciste un arreglín’, porque alguien había dicho que en realidad me había hecho una lipoaspiración y que por eso tenía tan buen cuerpo”, cuenta. Todas y todos los que corrieron ese rumor consideraron que el tener un buen cuerpo era, entonces, un plus para estar en ese cargo.
“A mí me parece que en esto hay elementos graves, porque cuando se habla de femicidio o de violencia hacia las mujeres son cosas que ocurren porque la mujer está devaluada en la sociedad chilena, no sólo en los aspectos más culturales, sino que también en los aspectos laborales y que no dicen tener relación sólo con cuestiones como el ingreso –que por supuesto es uno de los temas–, sino que también por apariencia”, explica Marta, quien además dice que la discriminación por apariencia es tremendamente grave. “Se trata de una calificación diminutiva, que implica que se considere a una mujer menos que un hombre y, si lo pensamos así, entonces de cierta forma se entiende por qué las golpean o las matan”, agrega.
Pero para la experta no se trata solo de un tema de una clase social o de la elite, en otros estratos socioeconómicos hay una vinculación muy fuerte entre esos elementos que las mujeres reclaman en la encuesta que no solo tienen consecuencias culturales, sino que también hablan de una sociedad que esconde el racismo. “Tenía una peluquera española que me decía que yo era una de las pocas mujeres que atiende que no se tiñe el pelo rubio. Eso habla de que hay una sensación de que hay que cambiar la apariencia de la mujer, porque esta tiene consecuencias para su vida laboral y eso es inaceptable”, dice. “Es cosa de revisar la historia y ver que todas las mujeres que han estado en puestos de poder se visten de cierta manera y son de cierta manera. Por ejemplo, si miramos a las mujeres ancla de la televisión, le prestan demasiada atención a su vestimenta. Eso no ocurre en otros países del primer mundo, donde la vestimenta es inocua. La apariencia para la mujer en la sociedad chilena es un tema que termina siendo discriminatorio”, agrega Marta.
Dice también que es grave que siendo casi un tercio de la población la que lo percibe como un problema en la encuesta, este no sea un tema de política pública. “La Ley de Cuotas ha aumentado el número de mujeres en puestos clave como en el Congreso, pero no ha solucionado el problema porque no está en la cuota sino que en cómo se mantiene la mujer en un lugar en el que se siente discriminada. Una persona que vive una situación así en el trabajo se va a ir, porque es auto flagelante mantenerse”.
Como le ocurrió a Gabriela, que por esta y otras razones decidió irse y armar su propia empresa. “Ahora estoy más madura y me da lo mismo lo que me digan, así que dejé atrás el moño y el traje y me visto como quiero, sin temor a lo que me digan. Pero es un proceso largo y sé que muchas mujeres prefieren no pasar por eso y elegir otras carreras o incluso quedarse en su casa”, dice. Reconoce también que a veces se cuestiona si valió la pena todo lo que tuvo que pasar. Y ella misma se responde: “Si sirvió para que al menos una mujer perdiera el miedo y se atreviera, entonces sí valió la pena”.