“Nuestra historia parte en 2016, cuando yo estaba trabajando como psicóloga en el área de Recursos Humanos del Servicio de Salud Ñuble y me tocó entrevistar a Kathy, postulante al cargo de psicóloga clínica para un centro de salud familiar en una comuna cercana. Se había arrancado de su trabajo para venir a dar la entrevista y a mí me pareció muy curioso que teniendo un trabajo tan bueno como el que tenía, estuviera interesada en el puesto que estaba a disposición.
Le pregunté varias veces si estaba segura de lo que estaba haciendo. Ciertamente cumplía con todos los requisitos, pero ella ya tenía una muy buena situación laboral. La conversación se extendió durante una hora y terminamos hablando de sus proyectos de vida. Cuando se fue, hice el informe y al salir de mi oficina lo hice tratando de disimular mis nervios, pero no fue posible. Mis colegas me empezaron a molestar al tiro y me preguntaron si le había pedido su contacto. Pero eso habría sido muy poco ético. Todavía se me aprieta la guata cuando pienso en ese primer encuentro.
Los días posteriores a esa entrevista me quedé pensando mucho en ella. Varias veces me pregunté cómo le había ido en la entrevista que venía después de la mía, con la comisión. Esperaba que bien, pero no tenía cómo saberlo. Luego supe que le habían ofrecido el trabajo pero ella desistió, en parte por la conversación que había tenido conmigo.
Al año siguiente, cuando me cambié al área clínica, una colega me pidió ayuda porque venía en camino la supervisora de una universidad con la futura alumna en práctica. Quería que yo las recibiera. Le dije que sí y esperé en mi oficina a que llegaran. De pronto escuché unos tacones subiendo por la escalera y pensé ‘deben ser ellas’. Me arreglé la bufanda y esperé. Cuando abrieron la puerta la vi. Era Kathy. No lo podía creer. Ahora era docente y supervisora de una universidad y ahí estaba, en el umbral de mi puerta. Me dijo de inmediato: ‘tú me entrevistaste el año pasado’ y yo, haciéndome la interesante, le respondí ‘¿en serio? No me acuerdo’. Pero en realidad me moría de los nervios.
Esa vez nos tomamos un café y al fin intercambiamos nuestros números. Teníamos la excusa perfecta para hablar. Y desde ahí, cada vez que venía para hacerle un seguimiento a la alumna en práctica, yo montaba todo un espectáculo y mandaba a traer pizza y cosas ricas. Mis colegas me cachaban, pero me advertían que tuviera cuidado; me veían muy entusiasmada y ella, según me contaban, estaba emparejada.
Efectivamente lo estaba, hace ya varios años. Pero estaba pasando por un momento complejo. Por mi lado, yo también estaba en una relación hacía dos años, pero sentía que no iba a durar mucho tiempo más. Hasta que un día nos juntamos a comer para hablar de la practicante y reafirmamos que existía una química y una confianza mutua. Ella no es de las que a primeras confía abiertamente, pero entre nosotras se estaba dando una dinámica muy natural y espontánea. Esa noche conversamos hasta que cerró el lugar y sentí un flechazo.
Finalmente nuestros encuentros se volvieron cada vez más frecuentes. Buscábamos cualquier excusa para arrancarnos de nuestros trabajos y tomarnos un café y conversar. Aunque fuese poco rato. Y ya en septiembre, cuando nos juntamos a comer con un amigo mío, hice de todo para dejarle claro que me gustaba. Como no se lo supe decir a la cara, hice cosas como poner canciones esperando que escuchara la letra y entendiera mis indirectas.
Desde esa noche la historia adquirió otro matiz y de ahí en adelante tomamos la decisión de terminar con nuestras parejas y estar juntas. Ambas ya lo teníamos muy procesado, porque en realidad nuestras relaciones anteriores habían terminado hace rato. Finalmente le pedí pololeo en el Puente de la Mujer, en un viaje a Buenos Aires. Y con el tiempo nos fuimos enterando de que habíamos coincidido en la universidad durante unos años y que en cierto sentido la vida siempre nos había tratado de acercar.
En estos tres años que hemos estado juntas y ejerciendo la misma profesión nos dimos cuenta de que al final no se puede vivir de otra cosa. En cierto sentido pareciera ser que todo gira en torno a eso, pero es maravilloso y súper distintivo. Es un complemento que echaba de menos en mi vida.
Entre nosotras nunca ha existido una competencia y tampoco hay celos profesionales, más bien compartimos material, aprendemos juntas y nos vamos complementando. Ambas somos clínicas –aunque ella está en el área privada y yo pública– y eso ha facilitado las cosas, sobre todo cuando nos toca un caso complejo y es fundamental contar con la opinión profesional de un otro. Cuando pasa eso, nos apoyamos, nos orientamos, compartimos nuestras reflexiones y textos. Y tratamos de aportar una visión nueva a la otra con tal de esclarecer el escenario complejo. Nunca hemos sentido celos por el desarrollo de la otra y tampoco nunca nos hemos dicho lo que debemos o no hacer. El año pasado juntas escribimos un libro sobre el VIH y los factores de riesgo psicosociales. Se nos dio muy bien hacerlo, porque como manejamos horarios similares, pudimos destinar las tardes a nuestra guagua literaria. Mientras yo buscaba bibliografía, Kathy le daba la estructura al texto.
Nos conocemos hasta las intimidades más profundas, pero nunca nos sacamos eso en cara. Tratamos de no entrar en dinámicas de terapeuta-paciente porque sabemos que eso puede ser duro y sería como trizar algo muy valioso. A ratos nuestras discusiones se vuelven muy intelectuales, pero ya lo sabemos identificar y terminamos riéndonos de eso. Por otro lado, tratamos justamente de no ser psicólogas todo el tiempo; la psicología se aplica a casi todos los ámbitos de nuestras vidas, pero entre nosotras, simplemente somos Jenny y Kathy, una pareja como cualquier otra que comparte una pasión y que disfruta aprendiendo juntas. Y de paso nos terapeamos entre nosotras con una buena cena, un buen vino y sobre todo, con mucha conversación. Nunca había hablado tanto en mi vida”.
Jennifer Arteaga (37) es psicóloga clínica.