Nadie se imagina quedar viuda a los 38, o al menos yo nunca lo imaginé. Mucho menos ser viuda por suicidio, pero esa es otra historia.

Mi marido y yo estuvimos juntos 15 años y casados dos. Teníamos una vida linda, tres hijas maravillosas y todo un futuro por delante. Como dice la canción de Fito Páez: “Llegó la muerte un día y fue todo un vendaval, fue un fuerte vendaval…”. Y así, a mis 38 años, con tres niñas, dos perros, una casa y un auto, me vi enfrentada a una vida que no elegí, pero que me tocó.

Ser viuda es difícil, porque ya no estás casada, pero tampoco soltera. Es como estar en un limbo, en un punto medio en el que te arrancan la mitad de ti. Tal vez solo sea un estado civil, pero que le cuenta al mundo que sufriste. Lleva consigo una historia de dolor, de pérdida del amor que elegiste para toda la vida, y provoca que los demás te miren con compasión. Por mi carácter, me costó mucho aceptar esa compasión, e incluso verme a mí misma con compasión.

Cuando murió mi marido, sentí que exploté en mil pedazos, como un puzzle incompleto del que él se llevó piezas irremplazables. Y eso pasa cuando te construyes en base a otra persona: quedas incompleta. Tuvimos un amor lindo y quiero creer, sano, lleno de cariño, respeto, sueños y realidades. Encontrarme sola fue durísimo. Además, el espejo me lo recordaba a diario: pasé de una talla 46 a una 34 en menos de un año, porque el dolor profundo me impidió comer. Estuve siete meses sin poder hacerlo.

Sabía que esto me superaba y que no podría sola. Necesitaba ayuda y la pedí. Comencé terapia psicológica y psiquiátrica al día siguiente del funeral, y mi mamá, desesperada, me llevó religiosamente a la nutricionista. Sabía que estaba mal, pero también que algún día estaría mejor. Me lo prometí a mí misma y a mis hijas, que tanto me necesitaban.

Con el tiempo y mucha terapia —iba tres veces por semana al principio—, fui integrando esta nueva vida y aceptando mi nueva imagen. No fue fácil mirarme al espejo y no reconocerme; en mi mente seguía siendo la de la talla 46. Me tomó cuatro intentos cambiar un pantalón de talla para reconocer mi nuevo cuerpo. Yo seguía siendo esa, la de antes de quedar viuda. Miraba las tallas pequeñas sin entender cómo mi cuerpo podía caber en ellas, pero así era.

Recuerdo que mi mamá, tratando de ayudarme, me regaló un libro escrito por una mujer de 65 años cuyo marido había muerto tras un largo cáncer. Agradecí el gesto, pero no me sentí identificada. Ella había tenido la oportunidad de despedirse y procesar la pérdida, algo que yo no tuve. Sé que nunca es fácil quedar viuda, pero siento que hay procesos más amables que otros, aunque no menos dolorosos.

La gente a mi alrededor también quería verme bien, rápido. No estamos acostumbrados a vivir el dolor ni a verlo tan de cerca, y todos querían “ayudarme” a salir adelante. Los comentarios de “¡Estás regia!” o “¡Te ves estupenda!” claramente no ayudaban. Yo estaba destrozada, pero al verme arreglada y bien vestida, muchos asumían que estaba bien.

No tardaron en llegar los comentarios de que soy joven, que tengo toda una vida por delante, que el amor de mi vida ya llegará. ¿Qué? ¿Es que nadie recuerda que ya tuve ese amor y lo perdí? Prometí amarlo siempre, pero es verdad, ya no está. Y ahí está lo complicado: no es como cuando te separas y decides rearmar tu vida. Yo no me siento ni casada ni soltera, estoy en ese punto medio que es la viudez.

Cuando me preguntan si pienso en encontrar a alguien, mi respuesta automática es no, ni lo imagino ni es mi prioridad. Pero, si soy honesta conmigo misma, me duele pensar en un futuro o vejez sin amor, sin alguien con quien compartir esos logros que uno disfruta en esa etapa de la vida. No me veo en pareja, pero extraño que alguien me quiera, me abrace y se interese por lo que me pasa. Extraño querer a alguien y sentir eso que se siente cuando estás en pareja.

No quiero estar con alguien, pero sí echo de menos sentir el cuerpo de otro, explorar este nuevo cuerpo que tengo, dejar atrás miedos y vergüenzas que vienen con la madurez de los 40. Extraño besar, volver a sentir esas sensaciones.

Al quedar viuda, por primera vez tuve que aprender a estar sola, a resolver y decidir sola. Aunque tengo una red de apoyo increíble, hay responsabilidades y decisiones que antes compartía y que ahora dependen solo de mí, y eso implica asumir el riesgo también.

Han pasado tres años, y siento que aún estoy explorando esta etapa, ser viuda, ser viuda joven, ser viuda por suicidio. Al principio me imaginaba como una viuda de esas antiguas, vestida de negro, encerrada en casa, incapaz de reír o disfrutar. Esa imagen del arquetipo de viuda la tenía bien arraigada en la mente, incluso, el primer libro que volvió a leer fue La Casa de Bernarda Alba, de García Lorca. Nada fue casualidad.

Hoy esa imagen ha cambiado. Poco a poco la fui transformando y, en algunos momentos, acallando. Tres años después de su muerte, y tras muchísima terapia, me dieron de alta. Mi psicóloga y mi psiquiatra —a quienes les agradeceré toda la vida— también consideraron que había completado mi duelo.

Tres años después de su muerte tengo una nueva vida, una que he aprendido a querer, porque tanto me ha costado. Aprender a amarme, a ser mi prioridad, a construir mi identidad en base a mí, a brillar, a soltar y a fluir con lo que no puedo cambiar. Hoy, mi amor propio es primero, y decidí que seré suficiente para mí y para mis hijas.

Tres años después, he sanado tanto, casi todo. No tengo la respuesta ni la fórmula para ser viuda a los 38, ahora 41; es algo que sigo descubriendo día a día. Pero sí sé que decidí vivir: cada emoción, cada dolor, cada alegría. Y confío en que me esperan cosas hermosas. Hoy, decidido creer en mí.

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* Daniela es viuda y mamá de 3 niñas. Si como ella tienes una historia de amor que contar, escríbenos a hola@paula.cl.