A principios de este año, el príncipe Harry y Meghan Markle anunciaron que renunciaban a sus títulos como miembros de la realeza inglesa para vivir una vida más equilibrada y dedicada a su propia fundación radicados en Canadá. Los tira y afloja entre la reina y los los ex duque y duquesa de Sussex no solo nos regalaron una de las tramas de la vida real –pero que parece sacada de una novela digna de Jane Austen– más interesantes que ha tenido la corona en siglos, sino que además dio paso a una especie de duelo mucho menos pasivo-agresivo entre Kate Middleton y Meghan Markle, que tuvo lugar lejos de Buckingham, en los titulares de los medios.
Las ex cuñadas reales –ahora solo cuñadas comunes y corrientes— siempre han sido materia prima para la prensa inglesa que ha publicado toda clase de historias sobre supuestas enemistades y roces familiares entre ambas mujeres. Pero nada nunca había alcanzado los niveles a los que las han llevado ahora: Kate v/s Meghan o #TeamMeghan #TeamKate son algunos de los enunciados que abundan en internet y las redes sociales y que polarizan posiciones.
Si estás a favor de una, estás contra la otra. Kate es una mujer sumisa, respetuosa, mamá de tres hijos. Un modelo de feminidad y virtud, respetuosa de las tradiciones. Meghan es moderna, opinante y se ha involucrado activamente en causas políticas. Ha construido una carrera que privilegia por sobre otras cosas, como la familia. Es decisiva y toma la iniciativa. Son polos opuestos y por ende antagonistas. Y si bien nunca las hemos escuchado hablar mal una de la otra, la ficción colectiva –que no se replica en el caso de sus maridos cuyas personalidades ampliamente documentadas desde la infancia también podrían ser caricaturizadas como polos opuestos—, es que son una especie de némesis femenino. Y es que las mujeres no podemos hacer otra cosa sino competir unas con otras.
Ser una princesa y que los medios y el público generen una competencia forzada entre cada mujer que se cruza en tu camino y tú, debe ser terrible. Pero lo realmente terrible es cuando esas prácticas las reproducimos nosotras mismas, a diario. Y sin darnos cuenta.
Desde niñas nos dijeron no solo que la vida era una carrera y que la ganaban los mejores. Sino que, además, que por ser mujeres, la corríamos en desventaja. Hace algunos días leí un artículo de la periodista norteamericana Ann Friedman para The Cut en el que se preguntaba '¿cuántas veces has visto una sala de reuniones en la que la mitad del directorio de la empresa sean mujeres?' Personalmente solo he asistido a muy pocas juntas de directorio, pero no es difícil imaginarse la respuesta. Pocas. Y eso sería una estimación positiva. Casi ninguna, sería una más ajustada a la realidad.
Crecer sabiendo que en el mundo existen pocos espacios para nosotras nos hace volvernos competitivas, pero sobre todo con nuestro propio género. Y es que existe una sensación de que es más fácil competir entre mujeres por esos supuestos escasos puestos antes de tratar de pelear contra todo un sistema que le tiene sillas reservadas a los hombres en la mesa.
No tengo hermanas mujeres y por eso cuando niña mi casa era un espacio libre de ese tipo de competencia, pero sí la viví en otras instancias como el deporte o en el ámbito académico. Ser competitiva ha estado siempre en mí, incluso cuando era tan chica que no podía si quiera darme cuenta de que lo estaba siendo. Recuerdo una presentación de fin de año en el jardín infantil en el que a mi grupo le tocó los bailes de la polinesia. Era tan chica y estaba tan nerviosa, que mientras esperaba nuestro turno tras bambalinas me comí todas las flores de papel crepé de mi collar y quedé con la boca calipso. Así salí al escenario. A pesar de mi corta edad, tenía claro de que en esa presentación quería ser la mejor de todas. Y cuando terminamos la coreografía que habíamos ensayado me quedé sobre el escenario y le expliqué a la audiencia que esta era la parte que mejor me salía, y me puse a bailar de nuevo. Tenía solo 3 o 4 años, pero incluso entonces no podía perderme la oportunidad de destacar.
Durante toda mi infancia y adolescencia fui gimnasta y la competencia era un aspecto ineludible de ese mundo que fue una parte muy importante de mi vida. Para asegurar nuestro espacio en el equipo teníamos que competir con otras mujeres y, una vez adentro, el objetivo por el cual entrenábamos muchas horas al día, semana tras semana, era precisamente seguir compitiendo.
Otro de los aspectos en los que aprendí a competir fue con mis compañeras de curso. Cuando alguien me hacía un comentario mala onda o me trataba mal, la respuesta de los adultos siempre era que las demás niñas lo hacían porque me tenían envidia. Pero esta explicación no aplicaba cuando se daba una situación similar con un hombre. No importaba la circunstancia, desde un 'qué feo tu chaleco' hasta el que no me invitaran a un panorama. Cualquier cosa era explicada con ese argumento que, de a poco, fue reforzando la idea de que la vida con otras mujeres es una constante competencia.
Quizás mi chaleco era feo y quizás no me invitaron porque fui pesada con la que organizaba la salida, y esa en realidad era una oportunidad para aprender una lección importante. Pero muchas veces tendemos a trivializar las relaciones con otras mujeres y a explicarnos los comportamientos y reacciones de otras en términos de lo que ella gana yo lo pierdo. Porque las mujeres solo somos capaces de sentir celos y competir entre nosotras.
De adolescente recuerdo haber escuchado a amigas hacer comentarios como 'hasta ella tiene pololo y yo no', lo que me hizo darme cuenta de que las relaciones con el sexo opuesto eran un nuevo campo de competencia. Incluso recuerdo haberle preguntado a un tipo –que realmente no me gustaba— porque había elegido salir con una amiga y no conmigo. ¿Para qué le preguntarías a alguien que ni siquiera te gusta por qué invitó a tu amiga a salir y no a ti si no es solamente por competir?
El tema es que incluso cuando compites con otra mujer y ganas, ¿estás ganando realmente? Creo que en el largo plazo la respuesta es no. A la larga vivir compitiendo nos hace perder la oportunidad de hacer amigas y establecer redes, porque es mucho más difícil abrirte y confiar en alguien cuando te has convencido a ti misma de que ese alguien quiere lo que tú tienes. O que de alguna forma si ella logra algo, significa que tú no puedes tenerlo. No todo sobre la competencia es malo y si compites contra ti misma es una buena forma de superarte y mejorar. Pero hay que saber mantener esa competidora a raya porque si vivimos compitiendo contra y entre todas nunca vamos realmente a ganar.