"Hace 20 años recibí la noticia más dolorosa de mi vida. Mi hijo Claudio, de 13 años en ese entonces, había sido diagnosticado de leucemia linfoblástica aguda, con muy pocas posibilidades de sobrevivir. Comencé un largo y triste camino estudiando su enfermedad, buscando medicina alternativa y recurriendo a lo que fuese necesario para darle fuerzas y una pizca de alegría. En esa búsqueda, empecé a sufrir de insomnio. Me acostaba a las diez de la noche, pero recién a las cinco de la mañana lograba cerrar mis ojos. Como no sabía qué hacer para que pasara el tiempo, extrañamente y sin explicarme el por qué, me instalé en una mesita del jardín, que da justo a la ventaba donde dormía Claudio, a practicar la técnica del bonsái. Y sin darme cuenta, terminé creando esta gigantesca colección que cuenta con más de 400 árboles pequeños.

Recuerdo una madrugada, como a las cuatro, en la que estaba tan concentrada en lo que mis manos creaban y en mi hijo, que empecé a relacionarlos. Para mí los árboles son luchadores. Seres que han soportado los embates del viento, la nieve, lluvias y temperaturas extremas. Sus raíces pueden adaptarse a las irregularidades y superficies sinuosas en busca de la tierra y el agua que necesitan para sobrevivir. Y mi hijo, que se encontraba durmiendo frente a mí, no estaba haciendo nada para ganarle a su enfermedad. Le tenía tanto miedo a la muerte, que se había entregado a ella. Y ahí me di cuenta que si la naturaleza podía arreglárselas, Claudio también lo iba a hacer. Al día siguiente hablé con él y le expliqué que esta era su batalla y que solo él iba a tener las herramientas para pelearla. Paralelamente, comencé a estudiar metafísica para hablarle a su subconsciente mientras dormía y así, transmitirle las enseñanzas de los árboles. Hoy, es un hombre que me ha dado lecciones de vida, de valentía y esfuerzo. Se convirtió en un roble fuerte y erguido hacia el cielo.

Creo que es casi imposible desprenderse de un bonsái después de crearlo. A medida que evoluciona, se establece una interrelación entre el árbol y la persona que lo educa. Es como una nutrición mutua. Cuando pasan los años, el arbusto se convierte en un ejemplar maravilloso y la persona en un ser paciente, que busca integrarse a la naturaleza tomando consciencia de su pequeñez. Aunque lo intente, me cuesta mucho deshacerme de ellos. Siento que son parte de mi vida y que si los vendo, estoy entregando una parte de mí.

Al principio me costó entender que lo estaba haciendo era 'lindo'. Lo era para mí, pero jamás pensé que también iba a ser valorado por el resto. Recuerdo que un día vino un maestro de Brasil a verlos y le encantó todo lo que vio. Me dijo que postulara uno a un concurso y le hice caso. Le saqué una fotografía, la envié y salió entre los cien mejores Bonsái del mundo. Ahí me di cuenta que mi trabajo era bueno, que tenía dedos verdes y que podía enseñarle al resto mis conocimientos.

Lo primero para determinar un buen bonsái es su conicidad: tiene que tener una base gruesa abajo e ir adelgazando mientras crece. Además, debería hacer la forma de un triángulo y representar los embates de la naturaleza. Tiene que notarse que no es una planta nueva, sino que un árbol que carga una larga historia. Su proceso es bastante extenso, por eso me gusta decir que ayudan a nutrir la paciencia. Lo primero que hay que hacer es sacar un árbol desde sus raíces, cortarlo para que sea pequeño y estar, durante tres años, podándolo, alambrándolo y dándole la forma de triangular. Una vez listo, se trasplanta, lava y se le cambia el sustrato por tierra volcánica para que no crezcan tan rápido. En mi jardín trasero tengo todos los que están listos, y en el de adelante, está el sector del laboratorio. La verdad es que es un trabajo de todos los días, pero es aún más intenso de septiembre a diciembre porque hay que podar muy seguido. En el invierno, en cambio, hay que estar preocupado de mantener la forma y el tamaño. Y cada dos años, se deben sacar de sus macetas, cortar las raíces y volver a instalarlos.

Cuando estoy con ellos me vuelo en mi mundo interno. Es muy terapéutico y tengo varios alumnos que llegan hacia mí con ese fin. A mí me encanta poder ayudar y compartir mi rincón verde. Y lo mejor de todo es que todos pueden aprender esta técnica, no es necesario tener 'buenas manos'. Yo soy súper mala para algunas cosas, como para bordar y tejer, pero esto es apto para todos.

Una de las cosas que más me gusta es hacer pequeños bonsái sobre rocas volcánicas o troncos que me traigo desde el sur. Siento que le dan otra dimensión, como si fuese un bosque, y lo mejor de todo es que evocan recuerdos de alguna parte. Para mí este rincón tiene las cosas más lindas que he hecho. Lo que hago es 'pegar' los árboles sobre la base con un barro especial y dejo que las raíces se adueñen del lugar. La mayoría tiene unos palitos de madera para que los pájaros no se instalen a picotear el musgo y lo destruyan.

También hay muchos bonsái que tienen wabi sabi, que significa la belleza de lo imperfecto. Que no logran la forma triangular, que su tronco tiene una silueta extraña o que crecen para diferentes lados. A mí me encantan porque siento que representan a la vida misma. Una que no suele resultar como se tiene planeado desde el comienzo, pero que en el camino sorprende. De todas formas, me cuesta elegir cuál sería mi favorito. Soy feliz envejeciendo junto a todos ellos, junto a sus años marcados en la corteza y los míos en la piel".

Cecilia Nuñez hace clases particulares de bonsái.