Humberto Maturana lo dijo muchas veces: la ONU nunca recogió tres derechos humanos universales que le parecían fundamentales, como es el derecho a cambiar de opinión, el derecho a irse sin que nadie se ofenda, y el derecho a equivocarse. Fue en agosto de 2003, que en una entrevista para el diario El Mercurio dijo: “Si usted no tiene derecho a equivocarse y se equivoca, como no tiene ese derecho y lo castigan por hacerlo, la próxima vez que se equivoque va a mentir, no va a reconocer el error. Para reconocer un error y corregirlo, uno tiene que tener derecho a equivocarse, lo cual abre el espacio para la visión y la corrección de los errores”.
El derecho a equivocarse, algo que parece tan sencillo, pero a la vez, imposible de aplicar en una cultura que te exige coherencia y “prueba de blancura” en cada una de tus acciones. En una cultura que considera que equivocarse sería un acto más bien involuntario a diferencia de la mentira.
Con el ojo del “gran hermano” de Orwell, omnipresente, nos hemos ido exigiendo cada día más a los demás y a nosotros mismos, no fallar. Tal vez porque estamos siendo vistos todo el tiempo, porque querámoslo o no, siempre hay una cámara dispuesta a grabar o alguna red social abierta a publicar todo lo que pensamos de los otros.
Nuestros errores ya no son privados, son públicos y están eternamente disponibles en internet. Una foto, un video, un comentario desafortunado, pueden llevarte a un infierno del que muchas personas nunca logran salir.
Como psicoterapeuta he podido ver que estas exigencias de no equivocarse están profundamente arraigadas, especialmente en las mujeres. Si se equivocan, aparecen con mucha frecuencia emociones como la culpa y la vergüenza en sus distintos roles: pareja, madre, hija, hermana, amiga. No nos permitimos habitar ese espacio, es como si no pudiéramos ensayar en el tránsito por la vida, como si las experiencias no fueran fundamentales para hacer las cosas de otra manera la próxima vez.
Para no equivocarnos, intentamos controlar. Pensar que si hago A, entonces pasará B. Lamentablemente la experiencia humana no es lineal. Hay tantísimas variables que no podemos controlar, que la posibilidad de cometer errores también es altísima.
Estoy convencida de que experimentar desde la primera infancia el error desde un lugar distinto, más amoroso, dónde aparezca como una posibilidad de aprendizaje, sin duda, pueden ayudar a que nos vayamos atreviendo a mostrarnos como somos, a mostrar nuestra vulnerabilidad para así poder ir avanzando en una sociedad menos punitiva y más colaborativa.
De pronto dejar de apuntar con el dedo al otro y a mí misma por equivocarme, podría ser un puntapié inicial para ampliar mi mirada y tener visiones alternativas frente a las distintas experiencias que iremos teniendo en el camino del vivir.
* Dominique es Psicoterapeuta -sistémica, centrada en narrativas- y magíster en ontoepistemología de la praxis clínica. Se desempeña como docente universitaria y supervisora de estudiantes en práctica. Atiende a adultos, parejas y familias. Instagram: @psicologianarrativa.