“Desde el 2019 imparto el taller neoamor, donde discutimos alrededor de lecturas feministas y nos preguntamos acerca de las nuevas formas y posibilidades de amar. Hablamos mucho de violencia, infidelidad, no monogamias, celos, sueños y frustraciones; en todos estos años he tenido el privilegio de conversar con más de mil personas y aunque mucha gente podría pensar que sé mucho sobre el tema, la verdad es que me he quedado con pocas certezas: me equivocaré, tendré dudas siempre, la amistad tiene muchas respuestas y tenemos que ser capaces de pensar el post amor.
Mi historia con la Tony es el cruce de esas certezas.
Terminó conmigo en abril del 2018, lo cual me tomó por sorpresa, pero no era tan ilógico. Nos habíamos hecho daño, fuimos dinamitando la confianza en la otra y no pudimos repararlo a tiempo. Estuvimos arrastrando una amistad deshecha varios meses, fingiendo que todo andaba como siempre, hasta que ya no pudimos más. Yo confiaba demasiado en aquel brillo único que nos entregábamos; nos habíamos hecho amigas en tercero medio porque éramos muy raras y eso nos maravilló, las peculiaridades que nos marginaban de nuestros compañeros nos unieron. Pero el amor no lo puede todo, no se sostiene porque sí.
En sus palabras de término me quedaba claro que ya no había nada que yo pudiera hacer o decir. Esos primeros días lloré tanto que apenas podía abrir los ojos. Pensaba realmente que no sabía cómo vivir sin ella, y lo peor fue descubrir cómo hacer mi vida con su ausencia. Al principio el dolor me nubló y solo se me ocurrió escapar un rato. Saqué todos mis ahorros y compré un pasaje para ir a La Paz, en búsqueda un poco de eso y de amor tierno de mi abuela. Había empezado el mayo feminista y veía que estaríamos harto tiempo sin clases. Pero estar lejos de Santiago cuando ocurría una de las más importantes movilizaciones de nuestro tiempo no tenía mucho sentido, así que volví, pero fui capaz de ir a la facultad solo un par de veces porque temía encontrármela.
Si la tenía en frente, ¿qué debía hacer? ¿Esbozar una leve sonrisa? ¿Ignorar su existencia? ¿Mover tímidamente la mano? ¿Acercarme corriendo, abrazarla y llorarle encima gritando todo lo que la extrañaba?
Nunca había terminado con una amiga, no pensaba que eso era posible, para los otros sí, pero jamás para nosotras. Sí había dejado muchas amistades atrás, el tiempo diluyó lo que existió, pero siempre manteniendo ese recuerdo cariñoso. Tampoco nunca había terminado con alguien que habitara cotidianamente el mismo espacio que yo, me paralizaba no saber qué hacer si la veía.
No nos enseñan a amar, mucho menos a terminar. Los quiebres los vivimos a bombardeos y desgarros, no queda ética ni cuidado cuando una relación ya no existe. Es tan extraño pensar que a una persona que le dedicamos tanto amor, de repente ya no es merecedora de un poquito de ese cariño en el post término. Pareciera que solo existe una forma de hacerlo: cortar la comunicación y volver a esa otra –la innombrable–.
Así fue nuestro término. Ni siquiera me tuve que preguntar si debía bloquearla o no, ella había tomado esa decisión por mí. Me sacó a mí y a todo mi círculo cercano de sus redes sociales y eliminó cualquier posibilidad de comunicación. Nunca me la topé en la universidad y por otras razones, ese mismo año decidí salirme de derecho. Solo nos cruzamos una vez y me ignoró. Ahí pensé que ya no había nada que rescatar y que mi llanto triste cuando la recordaba era inútil.
No sé si el tiempo todo lo cura o si con la distancia las cosas nos parecen menos graves, solo sabía que ya llevábamos harto más de un año sin hablar y que eso me parecía absolutamente irreal. Después de un desdichado 2018, el 2019 se iluminaba con nuevos destellos: tenía el pelo teñido de colores, había entrado a estudiar periodismo y volvía a sentirme feliz. La extrañaba siempre, me preguntaba cómo estaba, cuál era su obsesión actual y qué libros acarreaba en su mochila. Esperaba profundamente que no le hubiera costado tanto volver a ser feliz como me costó a mí. La seguía amando a pesar del dolor que me significó el quiebre y el tiempo que había pasado. A veces olvidaba que ya no nos hablábamos y buscaba su contacto en mi celular para llamarla, hasta que leía su nombre y la realidad me azotaba: ya no éramos amigas.
Pero la nostalgia es más fuerte y una madrugada lluviosa de julio le escribí un mail con la esperanza de no estar bloqueada también ahí. Días después me respondió. Llevaba más de un año soñando con la reconciliación y ahí estaba: dos correos largos e intensos entre dos chicas que mantenían parte de ese amor a pesar de todo.
El reencuentro fue en el Café Triciclo cuando aún estaba en Vicuña Mackenna. Gran parte del último año que fuimos amigas lo pasamos ahí y la Anto sugirió que podía ser una buena idea “para endulzar lo difícil”. Yo llegué 10 minutos antes y ella llegó 10 minutos después de la hora acordada. Fue incómodo y raro, lleno de silencios y miradas desviadas. Resumimos qué había sido de nuestras vidas en todo ese tiempo y era extraño admitir que habíamos vivido sin la otra presente.
La acompañé hasta su auto y me dejó en el metro. Antes de bajarme le pregunté si me podía desbloquear de Instagram y me dijo que lo pensaría. Cuando llegué a mi casa tenía la notificación: Antonia comenzó a seguirte.
Nunca había “vuelto” con alguien. Mis términos siempre fueron definitivos y nunca me arrepentí de eso. ¿Cómo se reconstruía una amistad? No tenía idea. Empezamos a hablar de a poco de manera más cotidiana, nos juntábamos a comer de vez en cuando y encontramos aquello que nos unió cuando nos conocimos y lo nuevo que nos ataba en ese presente. Nos contábamos las reacciones de nuestra gente cercana cuando les actualizábamos que habíamos retomado nuestra amistad y nos reíamos de su extrañeza. Un día, mientras volvíamos en metro de almorzar, le dije que nos sacáramos una selfie, la primera aparición pública virtual. Se me llenó la bandeja de mensajes con corazones. La felicidad del reencuentro no era solo nuestra.”.
June García Ardiles es escritora y creadora del taller Neoamor. Tiene 26 años.