Hola. Me llamo María José Buttazzoni y tengo que confesar que soy adicta a mi teléfono. No es raro que, durante el día, me pille haciendo cosas como tratar de ponerle pijama a uno de mis niños, mientras algo me estorba. Y sí. Es porque tengo el teléfono en la mano. Obviamente no lo voy a usar, porque estoy acostando seres humanos, pero pareciera que de a poco se ha transformado en una especie de extensión de mí misma. Cada cierto rato, poco rato, lo miro como si estuviera esperando una llamada importantísima o un WhatsApp que va a cambiar el rumbo de mi día. También me he pillado en un semáforo, que dura no más de 50 segundos, revisando diferentes redes sociales. Lo peor es que cuando me doy cuenta de lo que estoy haciendo no puedo entender por qué no puedo esperar o qué puede haber cambiado desde hace 10 minutos, cuando lo revisé por última vez. Así que lo único que puedo pensar es: "Houston, I have a problem".

No creo ser la única, somos muchos. Vemos mamás dando papa a sus guaguas mirando el teléfono. Vemos papás empujando a un niño en un columpio y mirando su teléfono. En los semáforos vemos gente manejando mirando hacia abajo. Aquí me incluyo. En los restaurantes vemos familias en las que cada uno mira sus pantallas. Incluso niños con audífonos. En las salas de espera vemos más niños con teléfonos y mamás con síntomas de deprivación porque quisieran ser ellas las que están usándolo, pero lo ceden para que sus hijos se entretengan mientras esperan. En las veredas, hemos desarrollado una habilidad impactante, digna de estudio, para caminar sin chocar con nadie ni con nada.

Me reconozco parte de este fenómeno, pero también reconozco que esto es grave. Y que tenemos que dedicarle tiempo de análisis profundo, para luego buscar estrategias de cambio. ¿Lo adictivo es saber lo que están haciendo los otros o el hecho de que los "likes" producen la misma sensación de ganar en un tragamonedas, alimentando falsamente nuestro ego al hacernos sentir queridos y respetados? Creo que la respuesta es todas las anteriores.

Para mí lo más grave, y la razón principal para querer hacer un cambio, es el ejemplo que están viendo mis niños. Para ellos, a estas alturas, probablemente es normal andar todos los días pegados al celular porque ven que la mayoría de los adultos que los rodean tienen una mano con extensión "smartphone".Lo peor es que ellos, mientras ocurre esto, deben luchar por la atención de sus papás. Uno de mis hijos me dijo hace un tiempo: "mamá, mírame". Pero yo, desde el cansancio y absorbida por "candycrush" -un juego muy intelectual que me relaja- le contesté distraída que lo estaba mirando. Ahí fue cuando me respondió: "¡mamá, por favor mírame con tus ojos!". Imagínense. Obviamente me sentí la peor mamá del mundo. Y lo más grave de la situación es que tengo que confesar que desde esa vez nada ha cambiado mucho. Porque claro, soy una adicta.

Por más que el mundo ha cambiado drásticamente en los últimos cinco años y nuestros niños van a ser parte de generaciones que crearán una suerte de relación innata con la tecnología muy distinta a la que tenemos nosotros,  propongo enseñarla de manera responsable, más contenida y guiada, sobre todo en edades más vulnerables.

Me asusta que realmente no tengamos el control de lo que vemos. Creemos que elegimos lo que aparece en Facebook o Instagram, que optamos por el contenido de nuestras redes. Pero no es así. Hay algoritmos e inteligencias artificiales que direccionan y van influyendo en nuestras creencias, modificando así lo que pensamos. Cómo eso no nos va a dar miedo.

Eso del détox digital sabemos que es necesario, pero yo por lo menos sé que no podría lograrlo. La tecnología también tiene sus beneficios, obviamente. Por eso, lo que propongo son algunas estrategias de cambio mucho más fáciles:

  1. Partir borrando algunas aplicaciones de redes sociales de nuestro teléfono y solo chequearlas de vez en cuando desde nuestro computador, por ejemplo, Facebook. No hay duda de que podemos sobrevivir sin tenerlo en la mano.
  2. Desactivar las notificaciones de todas las aplicaciones, para que nuestro teléfono deje de iluminarse cada cinco segundos, cuando llega un mensaje o un mail. Nada es tan urgente y que no pueda esperar. En una emergencia uno llama por teléfono, no usa Whatsapp.
  3. Dejar el teléfono guardado o lejos en situaciones como reuniones, juntas de amigos, conversaciones.
  4. Nunca llevarlo a la mesa. Pero nunca.
  5. No llevarlo al baño tampoco. Porque sí, todos lo llevamos.
  6. Dejarlo fuera de la pieza para no dormir pendiente de él ni tentarnos con leer mensajes en la mitad de la noche. Si lo usamos de alarma, igual la vamos a escuchar si lo dejamos cerca.
  7. Tener un lugar central donde dejar el teléfono, cosa de ir a ahí a chequearlo, pero no llevarlo por todas partes.
  8. Hacer el ejercicio de no sacar nunca el teléfono en alguna salida.
  9. Intentar apagarlo durante el fin de semana, o por lo menos dejarlo adentro del velador desde el viernes al domingo en la noche.

No dejemos que nuestros hijos tengan que competir por nuestra atención y dedicación con nuestro teléfono, ya que además este ejemplo se devolverá con creces en el momento en que ellos puedan acceder a uno. Yo partí con desactivar los banner y notificaciones, y ya siento un alivio. Ahora yo decido cuando quiero revisar mensajes y no al revés. (Atención: Whatsapp es persistente y es mala influencia, les va a preguntar varias veces si quieres activar las notificaciones. Díganle que no.)

El sobreuso y abuso del teléfono interfiere con una parentalidad sana. Los niños aprenden con el ejemplo; aprenden a conversar cuando conversan con sus padres y aprenden a leer y entender emociones a partir de las que ven y reciben de nosotros. Y esos otros somos los adultos a cargo. Si esto no está ocurriendo porque estamos impregnados en nuestras pantallas, los niños se están perdiendo hitos importantes de su desarrollo. Disfrutemos de más momentos de interacción sin interferencias, ya que eso se va a traducir en un desarrollo más sano y más feliz, que es lo que todos esperamos para nuestros hijos.