Soy la menor de cuatro hermanos: tres mujeres y un hombre. Mis padres me tuvieron siendo mayores, ya que soy parte de la segunda “camada”: con mis hermanas mayores tengo una diferencia de 17 y 14 años, y con mi hermano, apenas uno. Como hermana menor, siempre estuve menos involucrada en los asuntos y responsabilidades familiares, y fui también la que más temprano se independizó. A los 23 años, sin mayores dramas, después de cinco años pololeando y recién titulada, encontré trabajo y me fui de la casa.

Mi hermana Ceci, la segunda de esta camada, siempre fue la más responsable, estudiosa, dulce y apegada a nuestros padres. Ella era la que todos buscábamos en algún momento para pedir ayuda: los acompañaba al médico, escogía los mejores regalos, escuchaba los problemas amorosos o cualquier tema que necesitara solución. Trabajó 35 años como enfermera matrona en la urgencia de un hospital en la región de Valparaíso. Por lo que sé, era muy buena en su trabajo, lo que le cobró un precio físico, emocional y familiar altísimo. Hacía turnos de 12 horas, de día o de noche, lidiando con las carencias y complejidades del sistema público de salud, pero aun así, disfrutaba mucho lo que hacía. Además, siempre tenía estudiantes de enfermería en práctica, contribuyendo a la formación de nuevas profesionales.

En 2021, cuando empezaron a levantarse las restricciones por la pandemia, aún era obligatorio el uso de mascarillas y los restaurantes solo permitían hasta cinco personas por mesa. El miércoles 15 de septiembre nos reunimos en una cafetería en la recta Las Salinas: mis padres, mi esposo, mi hijo, mi hermana, yo, y nuestras perritas. Fue una mañana muy bonita. Las perritas se estaban conociendo, caminamos con el viento en la cara, conversamos trivialidades y luego fuimos a tomar un café. Como éramos seis, no nos dejaron sentarnos juntos, lo que me molestó, así que les pedí que disfrutaran mientras yo llevaba a mi hijo a comer un helado en una gelatería cercana. ¡Cuánto tiempo pierde una en tonterías! Podría haberme sentado en la mesa de al lado y haberme unido a la conversación, o al menos haberla observado un poco más. Pero bueno, lo que no fue, ya no será, y con eso hay que vivir.

Nos despedimos, llevé a mis padres a mi auto y, cuando ya partíamos, le pedí a mi esposo que se detuviera. Corrí hacia el auto de mi hermana, le pedí que bajara la ventana y le di otro beso. Me gustaría decir que fue una señal, como un final de película, pero no, siempre hacía cosas así. Mi yo juguetón no desaparece ni con 50 años: bajar la ventana y gritarle “te quiero” a mi hijo o esposo, hacerles corazoncitos coreanos a mis seres queridos, son parte de mis rituales de despedida, más por molestar que por cursilería. Ese 15 de septiembre nunca pensé que sería la última vez que la vería, pero hoy agradezco haberlo hecho, porque al menos fue una despedida bonita.

El sábado 18 de septiembre nos reunimos en mi casa para un almuerzo dieciochero. Desde el día anterior había estado llamando a mi hermana, pero no me contestaba. Pensé que estaba durmiendo tras uno de sus largos turnos. El 18 por la mañana, su teléfono ya sonaba apagado o fuera de servicio. Mi sobrina, que estaba pasando el fin de semana con su tía paterna, también llegó a mi casa para el almuerzo. Lo primero que comentamos fue que nos preocupaba que la Ceci no contestara, así que mi sobrina decidió ir a su casa a buscarla. Bromeamos diciendo que quizá estaba con su pinche: “¡Ojo cuando entres, no la vayas a sorprender en algo!”, le dije. “¡Ay, no, qué asco!”, me respondió, y nos reímos. Le pedí que me llamara cuando llegara.

Unos minutos después me envió un WhatsApp avisándome que ya había llegado al condominio, para que me quedara tranquila. Pero esa tranquilidad duró solo tres minutos. Mi sobrina me llamó para avisarme que había encontrado a mi hermana muerta en el departamento.

Los detalles de esa noche me los guardo, son demasiado horribles e incomprensibles, y todavía no los puedo procesar. Es como un rompecabezas mal armado. Lo que sí puedo decir es que fue una mezcla de situaciones y emociones difíciles de describir. Nunca encontraré las palabras para contar lo que pasó o lo que sentí. Lo que más recuerdo es que todos partimos hacia allá, la vimos en el suelo y solo sentí silencio. Contrario a lo que se piensa en situaciones tan extremas, no hubo gritos, llantos descontrolados ni gente desmayándose. Nosotros simplemente quedamos en silencio. O tal vez mi cuerpo se defendió y bloqueó mis oídos. Quizás llega un punto en que el dolor es tan grande que todo se enmudece y paraliza.

Pasamos muchas horas así, con ella en el suelo, esperando a Carabineros, luego a la ambulancia, después al médico que certificara la muerte y finalmente a la funeraria para que retirara el cuerpo. Ese cuerpo era mi hermana, pero al mismo tiempo ya no lo era. Quien fue, ya no existía.

Los psicólogos dicen que sufrimos un shock y que vivimos un estrés postraumático. En mi caso, después de velarla el 19 y enterrarla el 20, volví a trabajar el 21 de septiembre. Pensé que podía seguir adelante o, más bien, necesitaba seguir para anestesiarme del dolor. Lloraba en el auto, en la ducha, al acostarme, escondida en el patio, en la oficina cuando nadie me veía. Han pasado tres años y a veces todavía lloro, cada vez menos, solo cuando algo lo gatilla. Afortunadamente, esos momentos son cada vez más distantes.

En cuanto a mi familia, la muerte de una hija deja a los padres tan devastados que los hijos sobrevivientes quedamos huérfanos de consuelo. Somos nosotros los que ahora debemos sostener a nuestros padres, ser fuertes para no causarles más daño.

El aniversario de su muerte será siempre el 18 de septiembre. Este año elegí estar sola. La fiesta no me hace falta; prefiero detenerme un poco y dar rienda suelta a este duelo.

En mi día a día soy una mujer alegre y positiva, trabajadora, mamá de un adolescente y de una perrita, esposa de un buen hombre. Disfruto de la vida y me esfuerzo en resolver los problemas, pero con una pena que ha tardado en sanar. Y es que perder a una hermana es perder a una compañera de vida, alguien que conoce cada rincón de tu historia. Esa ausencia no se llena nunca, se aprende a vivir con ella, como quien carga una cicatriz que siempre acompaña.

Afortunadamente, no soy una persona depresiva, porque otro sería el cuento. He aprendido que no hay vida sin muerte, y aceptar que en este caso la muerte llegó tan inesperadamente, ha sido mi trabajo.

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* Mireya Zavala es lectora de Paula y vive en la región de Valparaíso. Si como ella tienes una historia que contar, escríbenos a hola@paula.cl