“El 8 de enero de 2017, mi hijo Cristóbal (10), de 5 años por entonces, cayó a la UCI del Hospital Dr. Exequiel González Cortés. Lo trajimos de urgencia desde Rancagua. Se sentía muy mal del estómago y eso le duró varias semanas. Era una situación que no mejoraba y como nadie nos daba un diagnóstico concreto y somos de Graneros, tuvieron que derivarnos a Santiago.

Acá la situación tampoco fue tan rápida como pensamos. A penas llegamos, nos dijeron que el estado de salud de Cristóbal era complejo y que detectar lo que lo estaba afectando no era tan simple. Así fue como estuve 4 meses en la más completa incertidumbre viendo cómo mi hijo decaía. Finalmente los doctores se dieron cuenta que lo que tenía era Síndrome de hiper-IgM, un trastorno por inmunodeficiencia que genera que quienes lo padecen sean más susceptibles a infecciones bacterianas. Es, básicamente, una enfermedad muy parecida al cáncer, casi hermana.

Cristóbal estuvo muy mal los seis primeros meses. Los doctores me decían que tenía que estar preparada porque no sabían si iba a pasar la noche, a ese punto. Yo estaba en total negación. Le tomaba su mano y le decía ‘no me puedes dejar, esto lo empezamos juntos y lo vamos a terminar juntos’. Sentía una convicción tan grande de que no se iba a morir, que eso me mantuvo en pie, a pesar de los malos pronósticos.

Mientras eso pasaba, los médicos probaron diferentes tratamientos y remedios hasta que una doctora me comentó que esta enfermedad era hereditaria y que había que investigar a mi otro hijo, José Tomás (8), por si tenía el mismo trastorno genético. Hasta entonces él era sano y no había indicios de nada extraño. Cuando me dieron esa notica, fue como un segundo balde de agua fría, no lo podía creer. No solo tenía al mayor en la UCI, sino que ahora estaba la posibilidad, concreta, de que se enfermara también el otro.

Le hicieron los exámenes que confirmaron lo que temía: José Tomás también tenía el gen del Síndrome de hiper-IgM. Al año siguiente, cuando cumplió los 5 años, cayó. Y empezaron los síntomas: úlceras en la boca, baja de peso, hongos en el esófago. Hubo un tiempo en el que los tuve a los dos, al mismo tiempo, en la UCI. Estaban muy graves, al borde de la muerte. Yo me tenía que ir paseando por las salas para poder verlos. Un ratito con cada uno, hablando con los doctores que me decían que ambos diagnósticos eran poco esperanzadores. Fue difícil, pero me pasó algo especial. No andaba llorando ni lamentándome, estaba concentrada en lo que tenía que hacer. Estar en sus piezas, hablar con los doctores, preocuparme de mi mamá, y cuidarlos en el día a día. Tenía claro que no podía decaer porque mi rol era hacer que las cosas funcionaran.

Mi vida de antes era muy normal, los niños iban al jardín, yo trabajaba y mi mamá los cuidaba. Esto fue de un día para otro. Cuando me dijeron que Cristóbal se tenía que quedar en Santiago, yo tuve que traer mi maletita para venir a cuidarlo y acompañarlo. En eso, llegué a la Fundación Nuestros Hijos que, hasta el día de hoy, me ayuda económicamente, prestándome espacio y comida en la casa de acogida.

Y es que uno deja todo botado, la vida de mujer queda en pausa para dedicarse por completo a ser mamá. No da la cabeza para otra cosa, porque además eran tantos conceptos y términos nuevos que tenía que estar buscando e informándome todo el tiempo. Gracias a Dios, tengo a mi mamá que me pudo ayudar con José Tomás que se quedó en Graneros al principio, cuando aún no le detectaban la enfermedad. Me acuerdo que pasaban los meses y no lo podía ver, y eso me dolía mucho. Recuerdo que él me decía ‘quiero estar contigo’. Yo sabía que no podía, pero como mamá dan ganas de dividirse, partirse por la mitad, para estar con los dos.

Con el tiempo, José Tomás tuvo un repunte y nunca más requirió de hospitalización. Estuvo tan bien que le hicieron un trasplante de médula, y se devolvió a Graneros para estar con mi mamá. Fue una mejoría increíble, se puede decir que ya está más recuperado. Cristóbal, en cambio, ha seguido en ese vaivén de mejorarse unos días y luego estar hospitalizado y seguir en tratamiento. La idea es que se fortalezca para poder optar a un trasplante de médula, porque si no se lo hace, no va a durar muchos años más. No hay demasiadas alternativas.

Yo creo que, después de todos estos años, recién estoy sintiendo un bajón a nivel físico. Tengo la presión por las nubes, he bajado mucho de peso, se me cae el pelo y me siento cansada. No sé si algo se apiadó de mí en esos años extremos, pero el principio estuve bien de salud, pero ahora ya no tanto. A veces me culpo por todo esto. Creo que fui yo la que tomé malas decisiones al elegir al papá de mis hijos -que ha estado totalmente ausente en la enfermedad- y también yo la que le ha cargado la mano a mi mamá con la crianza de sus nietos. Ella ha sido un apoyo fundamental, pero me siento en deuda. Sin embargo, creo que algo que he aprendido en este período es a valorar el tiempo con mis niños. Antes trabajaba mucho. Si tenía que quedarme hasta más tarde o trabajar los domingos, lo hacía. Esto cambió mi forma de pensar, porque si bien sé que es importante tener plata, creo que lo principal es estar con ellos y dedicarme en un 100% a su cuidado.

Johana Pavéz tiene 36 años.