Antes de tener a mi segundo hijo, no tenía la menor idea de lo que significaba la hiperactividad. Era una mamá separada con dos niños chicos, saliendo adelante, trabajando y apoyándome en el jardín infantil para su cuidado.

Todo era relativamente normal hasta que el menor chico cumplió los 2 años y entró a nivel medio menor. Ahí comenzaron a llegar los primeros reclamos de las tías: que no seguía las reglas, que era impulsivo, agresivo, que sus pataletas eran más fuertes que el común de los niños, que rompía los materiales, peleaba con otros. Y tras varias citaciones, me indicaron que lo bajarían de nivel porque posiblemente podía ser un tema de inmadurez.

Esta experiencia era totalmente nueva para mí. Con mi hija mayor -que en ese tiempo tenía siete años- jamás había tenido ningún problema ni el jardín ni en el colegio. Todo lo contrario, era súper tranquila y bien portada.

Por desconocimiento y falta de información, acepté el cambio. Por esos días estaba súper nerviosa y acongojada por mi hijo, pendiente de que no me llegaran más reclamos de su conducta y llegando a pensar en sacarlo del jardín. Me cuestionaba que quizás no era para él, porque también en entornos sociales y familiares su comportamiento siempre resaltaba de manera negativa.

Afortunadamente, al cambiarlo de nivel llegó a la sala de una tía que se convirtió prácticamente en un ángel para nosotros. Ella, con una paciencia de oro y con gran vocación de educadora, supo acogerlo. Logró manejar con cariño sus conductas disruptivas y también logró sacarle todo el potencial que tenía, porque, a pesar de todo, su nivel de inteligencia resaltaba por sobre los demás. Incluso tiempo después la directora del jardín me reconoció que había sido un error bajarlo de nivel.

No fue un proceso fácil, pero con una profesional como ella la etapa esa etapa se hizo mucho más llevadera para todos. Se dio una relación súper bonita y cercana entre ambos y mi hijo estuvo con ella hasta que salió del jardín, cuando ya tenía 4 años.

A esas alturas, yo ya sospechaba que la etapa escolar iba a ser también bastante difícil, pero para que pudiera entrar al mismo colegio de su hermana tenía que matricularlo en prekinder para tener cupo. Sentía que no podía cortarle las alas y al menos tenía que intentarlo. Era un establecimiento de excelencia y alto nivel académico en el que costaba entrar. Y y si bien yo no dudaba de su inteligencia y aptitudes, su conducta me preocupaba.

Mi intuición no falló. A la segunda semana de clases recibí la primera llamada de la profesora. Nuevamente eran puros reclamos: que el niño no hacía las actividades, no seguía las reglas, quería jugar todo el rato, se comportaba agresivo y, lo peor de todo, se arrancaba de la sala y las inspectoras tenían que perseguirlo por el colegio poniendo en riesgo su propia seguridad.

Me llamaron a entrevista con la orientadora, el psicólogo y la educadora del nivel. Ahí fue la primera vez que escuché que probablemente mi hijo tenía Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH). Yo hasta ese momento no sabía que todos sus síntomas eran parte de esto, más bien pensaba que los hiperactivos eran niños simplemente más inquietos. No sabía que su impulsividad y poca tolerancia a la frustración también eran parte de esto.

Me puse a leer y a investigar en internet y me di cuenta de que nuestra historia era la misma de muchas familias que viven a diario este incomprendido calvario, de colegio en colegio buscando ser aceptados. Lloré un fin de semana completo cuando comprendí que para mi hijo iba a ser difícil, que había nacido con una diferencia que no es aceptada ni comprendida por la mayoría de la gente.

En el colegio decidieron acortarle la jornada, lo que nunca me pareció e incluso envié una consulta a la Superintendencia de Educación al respecto, pero las llamadas con reclamos para que fuera a retirarlo antes se convirtieron en un tema de todos los días. Junto con eso mi sistema nervioso estaba también comenzando a afectarse. Incluso mi mamá tuvo que venir a apoyarme para poder trabajar tranquila.

Fue así como llegamos donde una neuróloga infantil recomendada por su pediatra que le recetó un tratamiento con medicina biológica alemana, un tipo de homeopatía. Esto, además de sesiones de terapia ocupacional, un mundo totalmente nuevo pero que me permitió descubrir en palabras simples que el cerebro y cuerpo de mi hijo tenían un funcionamiento distinto a nivel sensorial.

Iniciamos el tratamiento y lentamente se empezaron a notar algunos avances. Una de las cosas más complicadas para mi hijo eran los cambios de actividades como pasar de dibujar a hacer otra cosa. Eso siempre desencadenaba pataletas muy potentes, que nos llevaron a armar una rutina muy ordenada con cada actividad diaria que le anticipara lo que venía a continuación.

En el colegio poco a poco comenzaron a alargarle la jornada, pero incluso así no llegaba hasta el final de la clase. Entre tanto, comenzaron a llegar las quejas de otros apoderados porque casi todos los niños del curso llegaban a casa diciendo lo mal que se portaba mi hijo. Estaba siendo estigmatizado por los otros padres e incluso por sus propios compañeros de prekínder. Todo esto me partía el corazón, porque mi hijo es un niño bueno, pero no podía controlar sus impulsos. Y él muchas veces lo decía: “mamá, yo quiero portarme bien, pero no puedo”.

Tras ocho meses de tratamiento y revisar los test realizados por la educadora, la doctora me indicó que lo más recomendable era medicarlo. Al principio fue fuerte tomar esta decisión, porque había escuchado que con esto los niños quedan como adormecidos, dopados, pero había intentado todo para ayudarlo y si bien había mejoras, no eran suficientes. Sentía además que me estaba enfermando con todo esto, así que finalmente opté por darle remedios, consciente de que hay padres que prefieren no hacerlo, porque es algo realmente muy difícil.

Con la medicación, al mes los cambios comenzaron a notarse aproximadamente. Mi hijo siguió siendo el mismo niño, pero ahora podía controlarse mucho más y estaba menos irritable. Seguimos también con la terapia ocupacional.

En kínder mi hijo pudo ir al colegio durante toda la jornada que le correspondía, y casi no tuvo problemas. Este año alcanzó a ir una semana a primero básico, pero la pandemia nos tiene en casa. Ha sido difícil como para todos. Nosotros seguimos con el tratamiento, aprendiendo a convivir con la hiperactividad y esperando que este trastorno sea más comprendido y aceptado por profesores, padres y niños.

María Luisa (39) es mamá y periodista.