“Desde que tengo memoria, me encuentro inmersa en una dinámica familiar disfuncional. Mis recuerdos de infancia están impregnados de una angustia que - después de dos décadas de estudios y terapias – comprendí que venía de uno de los vínculos más cruciales de la vida: mi madre, quien sufre de un trastorno de personalidad.

Hablar de lo que enfrentan las personas que tienen mamás con trastornos psiquiátricos es una tema que rara vez se toca. Tengo la sensación de que a nosotros, los hijos, se nos inculca la idea de que el amor a nuestras madres debe ser incondicional, y no podemos criticarlas porque nos dieron la vida. Por miedo a ser juzgada, pasé por alto mi bienestar para enfocarme solamente en el de mi mamá. Me enfoqué en sus necesidades y dejé de lado las mías.

Fui desarrollando un vínculo de apego ansioso con ella. Para mi mamá esta conexión era única, pero para mí era un vínculo confuso que solo ahora, con algunos destellos de claridad, estoy empezando a comprender. Esa relación insana traspasó muchos ámbitos de mi vida; profesional, de amistades y de parejas. Porque si no tienes un patrón sano de relaciones desde la infancia, se hace muy difícil construir vínculos fuertes y buenos en la adultez.

Distanciarme de mi mamá fue una de las decisiones más difíciles que he tomado en mi vida, pero también de las más sinceras, necesarias y transformadoras. Cuando tienes este tipo de relaciones ansiosas, fusionas tu identidad con la otra persona y no tienes idea de quién eres. Cuando me liberé de ese vinculo insano, de a poco logré descubrir mi propia identidad; mis intereses, gustos, proyecciones profesionales y sueños.

El proceso, sin embargo, estuvo lleno de cuestionamientos. “¿Estaré haciendo lo correcto? ¿Es justo tomar distancia y “abandonarla”? ¿Está bien no acompañarla en su proceso y velar por mis propias necesidades?” También tuve que lidiar con personas externas que ponían en tela de juicio mi decisión. Pero lo que muchos no entienden es que el distanciamiento fue una forma de sobrevivir de un entorno que me impedía desarrollar mi propia identidad. Me juzgaron con dureza, me etiquetaron como mala hija, carente de empatía y egoísta. Pero me pregunto hasta qué punto podía permitir que se transgredieran mis límites.

La maternidad está tan glorificada, que el decidir no acompañar a tu mamá en su enfermedad, es lo peor que podría hacer una hija. Por eso, cada vez que reflexiono y escribo sobre esto, sigo sintiendo culpa. Y aunque a veces ese sentimiento se apacigua, en el fondo sigue estando ahí”.

Carolina tiene 27 años y es psicóloga.