“En el 2019, cuando llevábamos poco más de un año de relación, a mi ex le detectaron un cáncer a la próstata. En ese entonces, pese al gran susto que sentimos y a los replanteamientos de vida que se gatillaron con la noticia, su médico tratante le dijo de manera enfática que lo habían encontrado a tiempo y que todo iba a estar bien. Era joven, sano, y el pronóstico era esperanzador. Todos, incluyendo su familia que vive en el extranjero, estuvimos durante esos meses previos a la operación a su lado. Estaban los que le decían que optara por tratamientos alternativos y los que le traían libros de Alemania con curaciones a base de plantas. Estaban también los que confiaban plenamente en la medicina tradicional y no ponían en duda que todo iba estar bien. Yo, por mi lado, estaba agobiada por el miedo, pero aun más fuerte que eso era mi compromiso hacia con él, y me propuse de un día para el otro, estar ahí acompañando. Fuera lo que fuera.

Esos meses pasaron y ahora los retengo de manera borrosa, como si fuera una gran nebulosa. No sé muy bien cuál fue la sensación predominante, pero lo que sí sé es que cuando la operación salió bien, sentí un alivio inmenso. La vida le había dado otra oportunidad y ya sabíamos que había que tomarla y agradecerla. Emprendimos entonces un plan alternativo al que veníamos siguiendo; nos iríamos a vivir fuera de Santiago y empezaríamos de nuevo. Lejos de la ciudad, lejos de la muchedumbre y del sobre estímulo. Éramos lo suficientemente afortunados como para poder hacerlo, y no íbamos a perder esa oportunidad. Algo había cuajado y esa era la única opción que nos hacía sentido después de ese gran miedo.

Con un profundo dolor en el alma recuerdo el día que –un año después– le detectaron nuevamente el cáncer. Su cara, cuando lo supo con certeza, lo dijo todo; estaba desilusionado de sí mismo y sentía que su cuerpo le había fallado. Yo en mi interior rogaba que no sintiera eso, que no se sintiera responsable, pero la sensación era muy fuerte. Se había cuidado, vivía una vida sana e incluso había dejado los factores estresores que hace tiempo le hacían vivir una vida frenética y sin sentido. Pero aun así algo había salido mal. Y ahí estábamos, ad portas de enfrentar ese proceso que ya conocíamos bien, por segunda vez. Yo hacía lo posible por entender que esto se trataba de él, e hice todo por poner mis emociones, mis miedos y mis angustias de lado. Él estaba lidiando con esto, no podía sumarle mi malestar. Pero a la larga, creo que eso fue un error. Mi malestar, siendo su acompañante durante todo ese tiempo, también era válido. Y no tenía porque relegarlo.

Meses después, con tratamiento entre medio y un desgaste cada vez más notorio –él ya no quería seguir en esto y sus ojos eran cada vez más evidentes al respecto–, entré a su pieza y me puse a llorar con él. Arriba de su pecho. El pronóstico, esta vez, no era tan esperanzador, y el cáncer había avanzado mucho. Recuerdo perfecto que él, pese a su dolor y desazon, me acarició el pelo y me dijo ‘vamos a estar bien’. No era cosa de creerle, el solo hecho de escucharlo de su voz me hizo sentir más tranquila.

La semana siguiente, después de una visita médica desoladora, volvimos a su casa y él –con la mirada totalmente perdida– me dijo que teníamos que terminar. Yo no lograba entender. Al tiro le pregunté ‘¿por qué te estás haciendo esto?’, porque en mi cabeza no concebía que realmente tuviera ganas de terminar la relación. Estaba incurriendo en un acto heroico, por así decirlo, como para cuidarme a mí, y yo solo quería transmitirle que no tenía por qué hacerlo.

Yo estaba ahí, había tomado esa decisión de manera voluntaria. Pero aun así, él estaba decidido. Independiente del pronóstico y el desenlace, él no me quería seguir amarrando. No quería que yo me sintiera responsable de él ni de su enfermedad, y es más, su ego no se lo iba a permitir. Eso ya lo tenía claro. Me miró a los ojos y me dijo ‘quiero que hagas tu vida, que seas feliz, que salgas y que dejes de sentir esa sensación constante de desazón y malestar. No es forma de vivir’. Yo no quería que así fuera, pero algo en mí ya me había advertido que quizás, en el fondo, tenía razón. No era mi responsabilidad -suena fuerte decirlo-, por más que yo quisiera estar ahí.

Esos puntos de inflexión, y esas decisiones que uno toma en la vida, son difíciles de explicar y a veces no encuentran su raíz en una racionalidad. ¿Me correspondía estar ahí con él? ¿Se trataba de algo que corresponde o no, o era una decisión que se tomaba en base a otra cosa? Filo si correspondía, yo lo amaba, ¿pero era lo que yo quería? Él me decía que por ningún motivo quería manchar nuestra relación con esto, que no quería que yo fuera su enfermera. Pero para mí no se trataba de eso. Todas esas inquietudes me abrumaron, pero independiente de lo que quisiéramos o no, algo ya se había quebrado. Estábamos desgastados los dos, y el amor que había caracterizado nuestra relación había mutado a otra cosa. Era mejor dejarlo ahí.

Han pasado ya varios meses desde ese día. Nunca dejé de comunicarme con su familia y de repente también hablo con él. Está mejor, y está activo. He vuelto a ver, en algunas fotos, su mirada presente. Y tenemos pendiente vernos, pero aun no hemos dado el paso de hacerlo. Hay sutilezas que tenemos que revisar cada uno por nuestro lado antes de volver a vernos a la cara y, ojalá, abrazarnos muy profundo”.

Graciela (31) es diseñadora gráfica.