Tengo la idea de que todas alguna vez tuvimos piojos. Era común, pero durante una época preferíamos no decirlo. Para mí, fue inevitable: tuve varias veces y muchos piojos. Tengo la idea, también, de que era algo propio de una cierta edad. ¿Habrá sido otra más de las cosas incómodas que uno tuvo que vivir en la pre adolescencia? Me lo pregunto porque después de esa época, nunca más tuve.
Como en muchos colegios, en el mío nos revisaban la cabeza en la enfermería y quienes no pasábamos la prueba nos íbamos con una comunicación para la casa. En ella le avisaban a nuestros papás y mamás que iban a tener que combatir el tema. Unos días después, decía la nota, nos volverían a revisar y teníamos que estar limpias. El castigo, de no cumplir, era tener que dejar de ir al colegio. Y eso, a pesar de que en otros contextos lo podría haber considerado un premio, en este caso era una humillación total. En épocas de revisión, todos y todas sabían qué significaba que alguien no fuera por un tiempo.
A pesar de la vergüenza, a mí, secretamente, me gustaba tener piojos. Y es que en mi casa, a diferencia de lo que lograba entender respecto a otras casas, mi mamá era cuidadosa y cariñosa cuando llegaba la notificación. Como muchas, imagino, tuve que someterme a esos champús que hacían que ardiera la cabeza, pero tenía la suerte de que desde la primera vez mi mamá me prometió que nunca me pasaría ese peine metálico que tiraba el pelo. Y en vez de eso, inventó una rutina de aseo que al mismo tiempo se convirtió en un tiempo preciado y esperado por mí, y creo que también por ella.
Porque en épocas de epidemia, todas las noches me sacaban los piojos y las liendres, uno a uno. Una a una. Mientras figuraba echada en la cama, viendo tele y conversando, este espacio se convertía rápidamente en un momento íntimo, de mucho cuidado. Y sobre todo, de mucha preocupación y cariño. Tuve piojos varias veces, pero más veces inventé que me picaba la cabeza para que mi mamá me revisara. Las dos lo sabíamos, pero nunca ninguna rompió con esa ilusión.