A los 45 años sin quererlo, ni soñarlo, tuve un embarazo de riesgo con una pareja a distancia. Inmediatamente pensé en la posibilidad del aborto.
Hace nueve meses había comenzado una relación a distancia. Una historia con un comienzo romántico, en un bote en medio de los majestuosos paisajes de la Patagonia. Habíamos llegado hasta ahí con mi familia para reencontrarnos con la naturaleza después del encierro por la pandemia. En un momento le pedimos a un hombre que nos tomara una foto. Decidió tomarla con su teléfono y luego me pidió el número para enviármela. Los dos supimos de inmediato que se trataba de una estrategia para quedar en contacto. Y así fue. El fugaz encuentro se convirtió en un pololeo a distancia.
La fórmula parecía perfecta. Nos veíamos una vez al mes en su ciudad, en la mía, o en alguna región que nos interesara visitar. El trato era disfrutar los momentos juntos, tener una luna de miel al mes, en vez de una vida en pareja con todo lo que conlleva la rutina y la convivencia.
A veces aparecían en nuestras conversaciones los fantasmas de lo que solemos entender como una relación “normal”; ideas poco sustanciales de un posible matrimonio, de tratar de controlar algo que estaba siendo liviano, de cierta forma fácil y agradable.
Era casi fin de año cuando comencé con un atraso. Estuve sola cuando me hice el test, al igual que los más de tres meses que duró el embarazo. También estuve sola cuando perdí a mi guagua. La distancia, que ya no era sólo física, fue la excusa de mi pareja para no estar. Cuando se enteró me preguntó si quería que él viajara. La sola pregunta fue la certeza de que tenía que vivirlo sola. Esa lejanía de kilómetros se convirtió en una lejanía emocional y por lo menos para mí, también espiritual. Claramente esta relación fácil y bonita no estaba preparada para enfrentar un embate fuerte de la vida. Y la poca madurez emocional de no poder ofrecer un espacio de contención conjunta terminó por quebrar lo que quedaba de relación.
Para poder afrontar este momento sin apoyo, decidí sacar mi lado más animal. Me sentí como una loba encerrada en mi cueva lamiendo mis propias heridas. Y volví a levantarme por mis hijos que sí estaban vivos. Pero no fue fácil. Yo ya había pasado por experiencias difíciles en la vida: terminar un matrimonio tóxico, un tortuoso proceso de separación, entre otras. Pero la experiencia de un aborto es de esos golpes que te botan en la lona. Es al mismo tiempo un dolor físico y emocional, un duelo del que cuesta salir.
La sequedad y rudeza del diagnóstico del ecógrafo en un control de rutina fue rotunda. Dijo solamente dos frases: “El corazón dejó de latir hace dos semanas. Tiene que hablar con su ginecólogo para un raspaje”. Ni un lo siento, ni una palabra de consuelo, aunque llevaba dos semanas con mi guagua muerta adentro.
El ginecólogo, que resultó ser mucho más empático, me explicó de forma muy pragmática y gráfica que hay dos soluciones: esperar que el aborto suceda de forma espontánea u operar y hacer el legrado. En ese momento decidí esperar un fin de semana para que sucediera de forma natural.
Tres días después, mi cuerpo empezó a hacer el trabajo de soltar. Me levanté al baño retorcida de dolor, tuve un sangramiento mucho mayor a lo habitual con una sensación resbalosa de algo que caía, que no he podido aún olvidar. Pasé un día entero sangrando. El doctor me dijo que fuera a urgencias. Ahí me diagnosticaron la pérdida del 70% del feto, pero quedaba un 30%. Pasaron otros tres días y en el siguiente control ese porcentaje seguía ahí. Tocaba entonces agendar pabellón.
Una de esas noches soñé con una muñeca que se hundía en el agua, alguien la rescataba pero me la entregaban hinchada y sin vida. Luego soñé con una estrella fugaz. Lo interpreté como que mi guagua tuvo un breve paso por este mundo para mostrarme que a quien tenía que parir era a una nueva yo, que tenía que estar dispuesta a renacer.
Retomé el contacto con una amiga que no veía hace años. Me contó de sus dos abortos, uno retenido y otro espontáneo. Luego otras amigas también me contaron de los suyos. Apareció otra mujer que hace terapias pos abortos; también aparecieron las constelaciones familiares, las flores de bach y un largo camino de aceptación y sanación en todos los planos comenzó a materializarse y me permitió pasar por el proceso del duelo con una comprensión de la muerte como una experiencia tan natural como el de dar vida.
Comprendí que las mujeres tenemos que apoyarnos, hablar de esto. No hay cifras chilenas de abortos retenidos, pero según Mayo Clinic “cada año se registran en todo el mundo 23 millones de abortos espontáneos, los que ocurren de forma natural antes de las 22 semanas, lo que supone 44 cada minuto”. La única información que encontré sobre aborto retenido son unas orientaciones técnicas del Minsal que abordan el fenómeno de una forma muy científica y da un protocolo de acción, pero que no siempre se lleva a cabo en hospitales y clínicas. Y en verdad no permite tener algún grado de empatía emocional del suceso traumático que significa la experiencia. Cito: “la opinión de las asociaciones médicas más prestigiosas, incluyendo la de la Asociación Americana de Psicología, concuerdan en que no existen bases suficientes para definir un Síndrome Post Aborto. Incluso en la mayoría de los estudios se comprueba que la depresión es menos frecuente en período post aborto que en el post parto. También, existe coincidencia de que el período de mayor angustia es el que precede a la pérdida reproductiva. Las reacciones negativas severas son raras, aunque muchas mujeres pueden experimentar remordimiento, tristeza o culpabilidad, la mayoría de las mujeres siente alivio”.
Yo tuve una gran sensación de alivio y que aunque no caí en depresión, el cúmulo hormonal, emocional y el dolor que se experimenta de llevar una guagua sin vida dentro ni se acerca a lo que la ciencia trata de explicar. Por eso, las mujeres no podemos seguir viviendo nuestros abortos en silencio y sin información. Yo encontré un camino y hoy agradezco lo vivido, y al tiempo que hace maravillas para transformar el dolor en aprendizaje. Pero no todas lo logran y por ellas tenemos que hablar.