Desde hace casi tres años que dependo de una pastilla y terapia para ser, o al menos sentirme, una mejor mamá. No le echo la culpa a la edad -solo tengo 37- y sería injusto también echársela a mis hijos, porque aunque mi cabeza y mi cuerpo muchas veces me digan a gritos que se portan mal, mi parte más racional y sensata es todavía capaz de comprender que son niños y que esa hiperactividad a ratos desbordante, es normal.
Tengo un trabajo que me gusta, gano un buen sueldo y tengo además, un horario que me permite tener tiempo para ellos, mis niños de 10, 8 y 4 años. Mi marido, con quien llevo más de una década, es un excelente papá y no contento con eso, me regala espacios para que yo pueda salir con amigas o hacer las cosas que me gusta hacer cuando tengo tiempo libre.
Cuento todo esto porque me parece importante aclarar que mi vida es feliz y no tengo motivos concretos que me hagan vivir alterada como lo estaba haciendo y cuando ante el más mínimo grito o desorden, se me venía el mundo abajo. Como si alguien, de manera abrupta, apretara un interruptor en mí que hacía que me desbordara y perdiera la paciencia de manera automática.
Empecé a verme hablando más fuerte de la cuenta y contando hasta tres a modo de amenaza más veces de las necesarias y por motivos que en verdad no eran para tanto. Me vi teniendo reacciones desproporcionadas ante cosas insignificantes y queriendo, todos los días, que llegara la noche para que mis tres hijos, a quienes quiero con todo mi corazón, se fueran a dormir. Desaparecieran de mi vista.
En el trabajo funciono bien, con mis amigos y amigas no tengo problemas y me gusta estar con ellos. Con mi pareja también soy paciente y amable. De hecho, los problemas surgían cuando él me veía sobrereaccionar. Y aunque siempre me llamaba la atención en privado y de un modo muy cariñoso, que me lo dijera me hacía sentir peor, humillada. Y es que uno nunca quiere que te marquen tus faltas. Menos cuando se trata de tus hijos. Mucho menos cuando sabes que el otro tiene razón. Es triste y vergonzoso.
Fue así como llegué primero a un siquiatra pidiendo ayuda. No podía ser que teniendo un buen matrimonio, un buen trabajo y tres hijos sanos y felices, viviera sobrepasada y en constante desborde emocional. No podía ser que en vez de disfrutar a mis hijos en el día, viviera añorando que llegara la noche para no verlos más. O para verlos plácidamente dormidos, que es cuando más los quería. Me era totalmente raro sentirme así teniéndolo todo. Pero la ansiedad me estaba matando y el costo emocional estaba siendo demasiado alto para mí, para mi autoestima, para mi amor propio.
Nunca me gustó demasiado la idea de tomar remedios y el fin de este escrito no es recomendarlos porque creo que no es la solución. O al menos no la única. Pero pedir ayuda a mi me ayudó. Y es que después de hacerlo empecé una terapia que hoy me tiene contenta, agradecida y sintiéndome mucho mejor mamá. Siento que mi relación con ellos ha cambiado y que ya no me miran como si fuera una bruja. Quizá nunca lo hicieron, pero me pone contenta creer que hoy me miran de una manera diferente.
Hacer terapia es un camino largo y difícil. He escarbado en cosas mías que quizá no hubiese querido encontrar, pero la recompensa ha hecho que valga la pena. He vivido sesiones dolorosas y llenas de culpa, pero he entendido también que enfrentarlo es parte de mi propia sanación, de la sanación que yo necesito para vivir en paz.
Llevo varios años en esto y me quedan varios más. A ratos me dan ganas de no llegar a la sesión, de arrancarme y no verle más la cara mi sicólogo a quien he llegado a detestar, pero he aprendido a cruzar esa barrera e ir, porque me he dado cuenta que aunque es lento, los resultados llegan. Solo puedo comparar el recorrido con una dieta: Muchas veces te dan ganas de salirte y correr a comer un chocolate, pero cuando ves que puedes usar el jeans que no te entraba, sientes que todo el esfuerzo valió la pena y eso te motiva a seguir perseverando. Con la terapia he visto resultados y eso me tiene contenta. Sumando y restando el resultado da positivo. De eso no hay duda.
Catalina tiene 37 años y es vendedora de seguros.