Mi papá abraza los árboles y tiene uno preferido, un roble gigante que visita cada vez que quiere recargar energía. Se cree dueño de las estrellas (de hecho nos regaló las tres Marías, una para cada hija), se burla del tiempo, tiene 78 años, pero un espíritu joven, alegre y optimista. Tiene un genio no siempre fácil, pero una memoria frágil y un corazón poco rencoroso. Unos ojos profundos y buenos.
Nuestra historia comenzó hace 36 años atrás, cuando fue padre por primera vez. Él era camionero y el amor fue a primera vista. Puso una silla de bebé en su camión y me hizo un espacio en su vida. A medida que fui creciendo, aumentaron las copilotos en su cabina. Éramos tres niñas muy seguidas que no parábamos de hablar al mismo tiempo, de llorar, de reír y pelear, todo arriba del camión.
La concentración y organización no siempre era lo suyo. Recuerdo cuando se olvidó de ir por mí al jardín infantil o cuando mi hermana lo acompañó a trabajar en el camión y a medio camino se acordó que tenía un ensayo en su colegio. Mi papá la subió al primer bus de regreso a casa, pero iba a Valdivia, y mi hermana de 6 años llamó a la casa para avisar que se había subido al bus equivocado, pero que no nos preocupáramos, ya que como tenía dinero y sabía leer, esta vez se iba a subir al bus correcto.
También recuerdo nuestras aventuras y como él nos ayudaba a buscar el cerro más alto para que mis hermanas y yo rodáramos a toda velocidad cuesta abajo. O cuando una vez en pleno invierno nos dieron ganas de chapotear en el agua y no teníamos toalla, menos traje de baño. Lejos de prohibirnos, nos alentaba a todas nuestras locuras, que hoy son los mejores recuerdos.
Pasamos días muy buenos y otros que quisiéramos que nunca hubieran ocurrido, como la mañana en que mi abuelita, que vivía con nosotros, se desorientó y tuvieron que ayudarle para llegar a casa. Lo que vino después fueron visitas a doctores y finalmente un diagnóstico que prácticamente era una amarga sentencia llamada "Alzheimer". Mi mamá tuvo que asumir esa tarea titánica.
Por primera vez tuvimos que compartir a mi mamá, se le sumaba una hija de casi 80 años que olvidaba como vestirse, bañarse, comer y finalmente hablar. No había descanso y era un trabajo de 24 horas. Por eso, dejamos de tener a nuestra mamá completamente para nosotras, ya no podía ir por nosotros al colegio, participar de los actos escolares o simplemente ir con nosotras al parque. La vi llorar muchas veces y para contenerme inventaba que "no se sentía bien". Yo lo entendía todo, pero decía poco, solo respondía abrazándola y besándola infinitamente, espero eso aliviara un poco sus heridas y cansancio.
La ayuda vino paulatinamente y fue de mi papá quien se daba cuanta del desgaste físico y psicológico de mi mamá. Por eso tuvo que dejar de ser ese cuarto hijo, que jugaba y hacía poco en la casa. Tuvo que aprender a cocinar, a planchar. También vestir, bañar y alimentar niñas. Pero lo que nunca pudo aprender, fue resignarse a la enfermedad de mi abuela, a quien sacaba caminar a diario, y la subía en brazos al camión y se estacionaba para que viera gente pasear. Creo que siempre soñó con que un día despertaría de ese sueño involuntario y quizás se acordaría de su nombre.
Esa incondicionalidad la sigo viendo hasta el día de hoy, y no termina de sorprenderme. Sé que si tenemos un problema él estará a la hora que sea y en el lugar que sea. Sé que odiará a muerte a quien nos lastime, que está orgulloso de cada una de nosotras y que presumirá más de la cuenta con sus amigos.
También quiero que sepa que un amor como el nuestro no se encuentra fácilmente y que lo llevo cada día en mi corazón, hasta la eternidad. Gracias papá por enseñarme con tu ejemplo cómo ser una mejor mamá, porque de eso sí que sabes.
Beatriz Rodríguez (36 años) es hija de Hugo y Dina. Escribe cuentos para niños, es mamá de Isa y Arturo, esposa de Jorge. Le gusta leer, pintar, la naturaleza y el sonido de la lluvia.