Un hijo a los 68

El aguerrido periodista de Informe Especial, el que ha reporteado decenas de guerras y conflictos en el mundo, acaba de ser padre por sexta vez a los 68 años. Con la idea de la muerte rondándole –ha sobrevivido a la malaria, a un cáncer, es hipertenso y tiene cálculos–, se declara feliz con la pequeña Lara, aunque "yo sé que puede ser una suerte de irresponsabilidad", admite.




Paula 1175. Sábado 6 de junio de 2015.

¿Estás nervioso?

No. No sé.

Hace frío en la casa de Santiago Pavlovic. Son las siete de la tarde de un viernes de mayo, el primer día verdaderamente helado de un otoño que se ha confundido con el verano y afuera ya está oscuro. En el living pintado de blanco hay estufas apagadas, sillones tapizados con estampados blancos, verdes y azules y sobre la mesa de centro, sobre la mesa lateral, sobre el arrimo de la entrada, sobre cada superficie hay ramos de flores de todos los colores: hace cinco días asistió al parto de la pequeña Lara,  su sexta hija, una guagua de tres kilos que llegó a su vida a los 68 años y que, en noviembre, serán 69.

¿Parezco nervioso?

Sí. 

Puede ser.

Un niño atraviesa el living corriendo y gritando como si montara un caballo imaginario. Es Santiago, su quinto hijo, de ocho años, que nació el mismo día que su nieto Mateo, hijo de Danitza Pavlovic (43) con el poeta Cristián Warnken.  "Santiaguito siempre me pide que le cante canciones", dice.

¿Qué canciones?

Canciones infantiles, como la de la rana que estaba sentada debajo del agua, canciones de marineros, canciones que yo escuchaba, como la canción Mi palomo, de Violeta Parra. ¿La has escuchado?

Y Santiago Pavlovic se pone a cantar: "Yo crié un palomo, caramba, solo para mi recreo/ Me paso llorando, caramba, cuando no lo veo...".

¿Cuáles son los rollos de un hombre recién convertido en padre que se arrima a los setenta?

La muerte. Siempre estoy pensando que me voy a morir y que los puedo dejar solos. Eso me angustia. Morirme antes de haberlos criado un poco, de haber estado con ellos.

Cuando habla, Santiago Pavlovic lo hace con la voz baja, susurrante, lánguida como la melodía de Beethoven que se cuela por los parlantes, sin esa entonación apocalíptica que suele usar cuando personifica frente a las cámaras al aguerrido periodista de Informe Especial. Usa un beatle negro, unos jeans y ha cambiado los zapatos por unos gruesos calcetines de lana sobre otros calcetines más delgados, que le abrigan los pies. No representa los 68 que tiene ni demuestra lo que está escrito en su alarmante ficha médica: tiene el intestino grueso recortado por un cáncer al colon. Es hipertenso. Sufre de cálculos renales recurrentes. Ha estado gravemente enfermo por una malaria que contrajo en Uganda. Y sus antecedentes familiares no son auspiciosos: uno de sus hermanos murió de cáncer cerebral pasados los cuarenta años; su hermano Pedro, el periodista deportivo, murió más joven que él de una insuficiencia cardiaca y su padre falleció a los 66. Ya no sube el Cerro Manquehue como solía hacerlo con los cuatro hijos de su primer matrimonio, aún no disuelto con la maquilladora de TVN Sonia Jeldres, y hoy todos adultos. Tampoco se va de vacaciones en esas largas expediciones por Chile y el mundo en camping. "Algo que en este momento se me haría muy difícil sería armar una carpa de dos o tres dormitorios como las que tuve. Y dormir ahí con los niños y al día siguiente preparar el hornillo. Físicamente estoy más debilitado. Pero todos los achaques y problemas de salud que he tenido no me impiden tener una visión optimista respecto de mi sobrevivencia", dice.

¿Cómo te cuidas?

Me gusta caminar, básicamente eso es lo que hago ahora.

En su casa en Vitacura convive con Lara El-Narekh, su mujer mitad chilena mitad egipcia nacida en Canadá, 31 años menor, con quien tuvo a Santiago y Lara. La conoció cuando él ya había dado por terminada su etapa de reinvenciones amorosas y no soñaba con tener más hijos y ella, que tenía un poco más de veinte años, le sirvió de traductora para una entrevista que le hizo a una francesa para Informe Especial. "Y ahí empezamos a salir. Yo tenía 52, 53 años. Sé que puede ser una suerte de irresponsabilidad", cuenta.

¿Te lo han dicho?

En broma, algunos, pero lo acepto como una broma simpática. Es una irresponsabilidad en la medida que te puedes morir. Pero si sacas la cuenta de la cantidad de matrimonios que se disuelven y que el papá se transforma en un papá ausente que nunca visita a sus hijos... No, esa no es mi historia.

¿Estos hijos fueron planificados?

Absolutamente planificados. Mi mujer quería tener un hijo y ya habíamos convivido 7 u 8 años. Pero pensamos que deberíamos haber tenido al segundo hijo antes, porque esta historia de criar un niño solo es complicado. Santiago es un chico que creo que hubiera sido más feliz con un hermano.

¿Y por qué se demoraron ocho años?

Creo que por la misma reticencia mía, por las dudas, porque había tenido cáncer. Por el susto de dejar a Lara sola con dos hijos, aun cuando creo que tiene la fortaleza, la templanza, las virtudes cardinales, pero a mí me complicaba. Y ahora me complica bastante, pero bueno.

Ella debe tener buen poder de convencimiento.

Sí, lo tiene pero, además, a mí me satisface mucho, me hace  muy feliz tener otro hijo. Pienso que el tiempo que me queda lo van a disfrutar conmigo. Creo que puedo dejarle un buen ejemplo. Tengo tremenda confianza en Lara, una mujer sensible, fuerte, que se las puede arreglar perfectamente si yo no estoy. Mis hijos grandes no necesitan de su papá, tienen sus profesiones y les va bien. Y mis hijos pequeños, bueno, ellos van a quedar bien, digamos, no con una gran fortuna, pero con su casa y con sus cosas para sobrevivir y tener una buena educación.

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"Yo nunca pensé que iba a pasar a la televisión, porque me encontraba feo y no me sacaba nunca los anteojos", confiesa santiago pavlovic, quien perdió un ojo cuando tenía 5 o 6 años, en una pelea de niños con un juego de arco y flecha.

El miedo de Santiago Pavlovic no es solo a la muerte, también le teme al deterioro y a la dependencia.

"A la posibilidad de que tengas problemas como el alzheimer, dificultades de control de esfínteres y cosas medio repugnantes que antes yo las resolvía simplemente pensando que iba a poner fin a mis días tranquilamente, sin grandes dramas. Pensaba tomar una pistola y pegarme un tiro", dice.

Y ahora, ¿harías eso?

No. Ahora no haría eso. No estoy viviendo solo.

¿Estás armado?

Sí. Tengo una pistola a mano.

Aunque, aclara, es por motivos de seguridad.

"Tengo mucho respeto por la vida humana pero, si alguien violenta mi casa, yo creo que no tendría problemas en enfrentar a balazos a un ser así. Esta es un área de alto riesgo, de robos y delincuencia. Acá todos los días hay un vehículo de seguridad ciudadana", dice por su barrio, uno de casas y calles arboladas cerca del río Mapocho en Vitacura.

EL FLECHAZO

1938. Gradac, una aldea en Bosnia y Herzegovina. Un niño, Petar Pavlovic, nace en una familia donde ya hay demasiados hijos. Cumple nueve años. Su madre ha muerto. Los familiares lo suben a un barco. El barco zarpa hacia América y el niño viaja solo. Meses después arriba a Taltal, en el norte de Chile. Y el niño se hace hombre, trabaja como minero del salitre, y, más tarde, se convierte en el dueño de un pequeño negocio en Caletones, un campamento del mineral El Teniente. Ahí conoce a Anastasia Urrionabarrenechea. Anastasia es vasca. También llegó a Chile siendo una niña, junto a sus hermanas y a su madre que aceptó un trabajo como empleada doméstica en el campo de unos españoles avecindados en Rengo. Al tiempo viajó su padre y se empleó como obrero en El Teniente. La familia se mudó a Caletones. Anastasia se hizo costurera, conoció a Petar, se casaron, tuvieron cinco hijos hombres. Santiago Pavlovic Urrionabarrenechea fue el único que terminó la universidad.

Tu historia no tenía muy buen pronóstico.

No. Pero tenía, porque mi abuela y mi mamá, sin tener educación formal, eran gente que tenía historias: me cantaban canciones, poemas, había una especie de cultura popular del país vasco. Había una conciencia de ser distintos. Tenían algo que tienen muchos inmigrantes, el sentido del sacrificio, del esfuerzo. Mi mamá se hizo evangélica y aprendió a tocar el armonio, participaba mucho de los debates, de los encuentros bíblicos. Le apasionaba la historia de Europa y lo que pasaba en las guerras. Ella no tenía estudios, sola aprendió a leer y escribir. Mi abuela nunca aprendió.

¿Y cómo era tu papá?

Mi papá no solamente era parco, también era duro. No hablaba mucho, no contaba sus problemas, ni su historia, ni lo que le había pasado. Nunca nos contó realmente cuál era su origen.

Pavlovic es 31 años mayor que la mamá de sus dos hijos menores. "Tengo confianza en ella. Es una mujer fuerte, que se las puede arreglar si yo no estoy".

Eso lo vino a descubrir de grande, a los 47 años cuando viajó a Bosnia a reportear la guerra para Informe Especial y conoció a la hermana menor de su padre. "Llegué sin avisar, con el camarógrafo, preguntando. Tenía claro que el pueblo de mi padre era Gradac, una aldea cerca de Neum. Para mí fue súper emocionante. Era gente modesta, tenían una parcela y sacaron un queso. Ellos se acordaban muy poco de mi papá", recuerda.

¿Qué heredaste de su carácter?

Puede ser que, a veces, tenga momentos de introversión, o de oscuridad. Pero soy bastante distinto.

Una Navidad, cuando Santiago Pavlovic vivía en Caletones y era un niño de 5 o 6 años, no lo recuerda bien, llegó a su casa de regalo un juego de arco y flecha. Salieron a la calle a probarlo con sus hermanos y los vecinos. Se inició una pelea de niños que terminó en tragedia: una de las flechas le dio de lleno en el ojo izquierdo, el que ahora cubre con un parche de cuero negro y sujeta a su cabeza con hilos de seda. "Digamos que perdí una guerra a flechas", dice sonriendo.

Recuerda, tras el accidente, estar tendido en una cama con el ojo destrozado. Y a su padre diciendo en voz alta: "Qué trago amargo. Qué trago amargo".

"No me dijo nada más. No me abrazó, no me besó. 'Qué trago amargo'", repite. Y agrega: "Él tampoco debe haber recibido mucho afecto, mucho cariño, ni calidez".

¿Nunca te rebelaste ante tu papá?

No, porque comprendía su situación. Yo miraba a los chilenos y eran muy cálidos, mi familia no era cálida. Mi mamá nunca me daba un beso, nunca. Y mi papá, menos.

¿Tú eres besucón?

Sí.

El ojo herido se infectó y tuvieron que trasladarlo a Santiago al Hospital del Salvador, donde estuvo internado varios días con riesgo de quedar ciego.

"Mi mamá se sentía culpable por haberme dejado jugar de esa manera, con esas armas tan chico. En Caletones las casas estaban juntitas. Había muchas peleas entre niños, se peleaba a piedrazos. Mi hermano Eugenio tiene la cabeza perforada de tanto peñascazo".

¿Cómo te marcó el accidente?

Durante toda mi infancia sentí esa diferencia; los chistes, las burlas y eso me hizo retraerme, dedicarme más al estudio.

Para taparse el ojo inexistente comenzó a usar anteojos oscuros, que no se sacaba ni de día ni de noche. "Me sentía feo. La relación con las chiquillas era complicada. Me costaba acercarme, me costaba hablar. Pero eso cambió bastante en la universidad donde el mundo es mucho más abierto. Hay mujeres que pueden comprender y aceptan las imperfecciones de las personas. Mujeres generosas y buenas. Pero yo nunca pensé que iba a pasar a la televisión, porque me encontraba feo y no me sacaba nunca los anteojos".

Esos anteojos oscuros te distanciaban.

Exactamente. Los ojos tienen que  ver con la sinceridad, con la autenticidad de las personas, con crear cierta empatía. Cuando empecé a viajar para hacer reportajes se tornó más complicado, porque yo hablaba, pero no aparecía en pantalla. Pero en un momento dijimos: "no podemos estar en tal lugar y no aparecer". Y empecé a salir con los anteojos para decir "esto no es archivo". Eso duró muchos años.

 ¿La gente no tenía idea que te faltaba un ojo?

No, era raro este tipo que aparecía con lentes oscuros. Además, los lentes oscuros se identificaban con los organismos de seguridad de Pinochet. Pensé en una prótesis, pero, a esas alturas del partido, no funcionaban los músculos de mi ojo. Un día, simplemente dije: "se acabaron los anteojos y voy a usar un parche que me va a resultar más cómodo". Los niños me gritan pirata, pero no puedo andar en la noche con anteojos oscuros.

 ¿Fue liberador empezar a usar el parche?

Me sentí, exactamente, liberado.

Fue como salir del clóset.

Puedes ponerlo de esa manera.

TODO HA CAMBIADO

Cuando Santiago Pavlovic decidía si entrar a estudiar Derecho o Periodismo, su papá murió. Entró a la Universidad de Chile y de ahí a Televisión Nacional. Junto a Pedro Carcuro y a un puñado más, es uno de los empleados más antiguos del canal estatal. Entró a trabajar como periodista en 1970 con el sueño del canal abierto y pluralista. Fue crítico de la manipulación que ejercía sobre el canal el gobierno de Allende. Tras el golpe de Estado, asumió como director de prensa por unos meses. Más tarde se dedicó a viajar por los países en conflicto bélico convirtiéndose en una especie de corresponsal de guerra con Informe Especial.

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"Me siento un papá normal, tal como era hace 30 años. Soy bastante severo con mis hijos, igual de severo que cuando era un tipo más joven".

Alguien escribió en Twitter: "Santiago Pavlovic, el que recorrió las dictaduras del mundo sin ver la que había en Chile".

Bueno, eso es parte de la realidad. En la dictadura, si tú estabas en Chile y trabajabas en un medio de comunicación, obviamente no podías hablar de determinados temas. Teníamos militares, estábamos intervenidos como todos los medios de comunicación.  No podías reportear ese tema, a no ser que estuvieras metido en un medio clandestino y yo no iba a hacerlo. Tenía tres hijos y tenía que trabajar y vivir y esa fue parte de mi realidad y de la realidad de muchos periodistas.

¿Sientes que pudiste haber hecho algo?

No. ¿Como qué? En el canal no habría podido haber hecho nada, porque esta era censura total.

¿Fuiste pinochetista?

No, jamás, nunca, al revés. Yo tenía que sobrevivir en esa situación, pero jamás fui pinochetista.

¿La necesidad tiene cara de hereje?

Exactamente, esa era la situación. El control absoluto que se expresaba en la televisión pública por parte del régimen militar era algo que me producía una natural molestia, disgusto. Toda la gente que trabajó en el Informe Especial de entonces, compartía esta idea, no era ninguno pinochetista: ni Marcelo Araya ni Patricio Caldichoury ni Alipio Vera lo eran. Tras el restablecimiento de la libertad, fuimos el único programa que investigó temas de derechos humanos. Yo soy, seguramente, el periodista que más reportajes de televisión ha hecho sobre esto: el crimen de Letelier, el asesinato de Prats, las casas de tortura, el descabezamiento de la cúpula del PC.

Informe Especial ya no es lo que era antes.

Nada es lo que era antes, todo cambió. Ahora hay una pluralidad de medios de comunicación que antes no existía; hay internet, los diarios tienen portales de televisión, las investigaciones o denuncias surgen de distintas partes en forma fragmentada. Podemos ver en directo la BBC, los canales de Europa, CNN en inglés y español.

¿Ahora piensas seguir viajando a lugares peligrosos?

Es que esa cuestión es inevitable. Yo creo que iría de todas maneras, porque es algo que me apasiona, está en mi naturaleza.

El tercero de la primera camada de hijos de Pavlovic nació arriba de la citroneta en la que llevaba a su mujer a la clínica. Ella lo llamó al canal, desesperada, y él la fue a buscar a la Villa Portales, donde vivían. La subió al auto en brazos, manejó a toda carrera, pero no alcanzó a llegar.

¿Un poquito egoísta?

Sí, claro. Pasó antes cuando tenía hijos chicos. De hecho, mi hijo Andrés nació cuando yo estaba reporteando no sé qué cosa en el Líbano o en Israel, ya no me acuerdo.

¿Eso te angustió?

No, porque tenía mucha confianza en mi ex mujer que, en el fondo, es mi mujer. Yo no me he divorciado.

Sebastián, el tercer hijo de su primera camada, nació en 1975 dentro de la citroneta cuando llevaba a su mujer a la clínica. Ella lo llamó al canal, desesperada, y él la fue a buscar a la Villa Portales, donde vivían. La subió al auto en brazos. Manejó a toda carrera, pero no alcanzó a llegar.

"Mientras iba manejando ella me dice 'va a nacer ahora' y se empieza a bajar esos pantalones elasticados. Yo le decía, '¡no! cierra las piernas' y sale la guagua. Se produjo como un vaho  dentro del auto. El crío ya estaba afuera y ella gritaba: 'se me va a morir, se me va a morir'. Me debo haber demorado 20 minutos en encontrar la calle de la clínica Carolina Freire. Estacioné la citrola en la mitad de la calle y grité desesperado a los doctores que vinieran. Durante años le dijimos 'citrolo' al Sebastián. Lo positivo fue que me economicé el doctor", dice sonriendo.

El parto de Lara, su última hija, fue muy distinto. El trabajo de parto partió a las dos y media de la mañana del domingo 17 de mayo y nació pasadas las siete de la tarde.

¿Te sientes un papá abuelo?

No. Me siento un papá normal, tal como era hace 30 años. Soy bastante severo con mis hijos, igual de severo que cuando era un tipo más joven.

Sobre la música clásica que se oye en el living, se escuchan los murmullos de la pequeña Lara, que se acerca en brazos de su madre envuelta en un chal rosado y oliendo a colonia de guagua. Se la entrega a su padre que la toma con sus manos enormes de hombre de dos metros. Acerca su cara y le dice: "¿Qué pasa miniatura?".

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