Con mi marido nos conocimos en 2015, ya maduros: él tenía 38 años y yo 35. Desde el comienzo, nos complementamos; él es tranquilo, pausado y casero, mientras que yo soy inquieta, viajera e impulsiva. Nos casamos en 2017 y, por nuestra edad, decidimos buscar ser padres de inmediato. En mi familia somos tres hermanas (yo soy la del medio). Mi hermana mayor quedó embarazada de su última hija a pesar de tener una endometriosis severa de la que nunca se había enterado, y mi hermana menor tuvo mellizas porque ovuló dos veces en el mismo mes. Por lo tanto, parecía obvio que la fertilidad no sería un problema para nosotras. Sin embargo, esa no fue mi experiencia.

Dejé las pastillas anticonceptivas en la luna de miel y, a partir de entonces, cada mes que llegaba mi regla me llenaba de tristeza. “No importa, el próximo mes será”, me repetía. Pasaron sólo seis meses y decidí ir a una ginecóloga, a pesar de parecer exagerada. Después de insistir, accedió a hacerme un seguimiento ovulatorio durante dos ciclos. Fue entonces cuando descubrimos que ovulaba el día 10 y no el 14, como es común. Durante esos seguimientos, hacíamos las “tareas” en el momento indicado, pero nada funcionaba. Finalmente, derivé a un especialista en fertilidad.

Con 37 años, mi marido y yo nos sometimos a dos fertilizaciones asistidas en una clínica del sector oriente. Fue una experiencia muy difícil. Las consultas estaban al lado de las mujeres embarazadas, y veíamos pasar a muchas con sus “guatitas” a control, mientras nosotras, las que no podíamos, esperábamos con la esperanza y el dolor a cuestas. Tras estos intentos fallidos, pasamos a la primera fecundación in vitro en otra clínica privada. Me aspiraron mis óvulos, seleccionaron los mejores, los fecundaron y esperaron cinco días para transferir los que sobrevivieron, mientras el resto se congelaba.

Me extrajeron doce óvulos y fecundaron nueve. Al tercer día, los nueve seguían desarrollándose, y recuerdo haber llorado con mi marido pensando qué haríamos con nueve hijos. Sin embargo, cuando estábamos a punto de ir a la clínica para la transferencia, recibimos una llamada: no había quedado ningún embrión viable. Pasamos de nueve a cero en dos días, y con esa noticia, el mundo se nos vino abajo. Siempre habíamos creído que con esfuerzo y constancia se logran los objetivos, pero aquí, por mucho que hiciéramos, no llegábamos al tan anhelado embarazo.

Después de ese fracaso, cambiamos de clínica y de médico. Nos sometimos a un segundo in vitro: más inyecciones, más ecografías. Esta vez, aspiraron once óvulos y fecundaron sete. En esta clínica, llamaban sólo al quinto día para saber cuántos embriones habían sobrevivido. Esos cinco días fueron eternos, mirando el celular constantemente, hasta que llegó la llamada. Nuevamente, malas noticias: ninguno había sobrevivido. Fue otro golpe fuerte y doloroso. Lo más frustrante era no saber la causa, ya que, por separado, no teníamos ningún problema de fertilidad.

Tras este nuevo tropiezo, hice mi duelo y renuncié a la idea de ser madre. En cambio, mi marido, siempre optimista, seguía creyendo en el milagro. En ese momento me reencontré con Dios, y decidimos intentarlo por última vez. Me estimularon y aspiraron veinte óvulos, de los cuales dieciséis fueron fecundados. Esta vez, yo no tenía fuerzas para recibir la llamada del quinto día, así que mi marido se encargó. El día del resultado, el llamado se retrasó hasta las 15 horas. Finalmente, nos informaron que había un embrión vivo, ¡solo uno! Cuando me dio la noticia, estaba tan emocionada que no podía hablar. Lloramos por teléfono.

Pero la espera no terminaba; el embrión debía pasar por un estudio genético. Esperamos tres semanas (en pleno estallido social), y la noticia fue buena: estaba sano. En enero de 2020 se realizó la transferencia y tuvimos que esperar dos semanas hasta el examen de sangre, que salió positivo con un nivel muy alto. A partir de ahí, todo fue maravilloso.

Hoy, nuestro “milagrito de oro” está a punto de cumplir cuatro años.

Después del parto, la pregunta de todos fue: “Y el segundo ¿cuándo?”. Siempre tuve la expectativa de tener una familia numerosa, de que mis hijos tuvieran hermanos para acompañarse como yo lo hice con las mías, pero como dice el dicho: “uno propone y Dios dispone”. Doy gracias por haber tenido la posibilidad de acceder a estos tratamientos y porque uno haya resultado.

A pesar de que siempre soñé algo distinto, nos hemos quedado con la hija única y, aunque para muchos pueda parecer insuficiente, para nosotros somos una familia completa. Aprendimos a valorar lo que tenemos y a disfrutar cada momento con ella. No niego que a veces tengo dudas o temores respecto de todos los mitos que rondan en torno a los hijos únicos, y también un poco de nostalgia por esa familia grande que no pudo ser. Sin embargo, mi mayor aprendizaje es que a veces la vida no se ajusta a nuestras expectativas, pero eso no significa que sea menos hermosa. En lugar de lamentar lo que no pudo ser, celebramos lo que sí es: somos una linda familia de tres, y eso es suficiente para nosotros.

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* Carolina tiene 43 años, es enfermera y lectora de Paula. Si como ella tienes una historia de maternidad que contar, escríbenos a hola@paula.cl ¡Queremos leerte!