Paula 1152. Sábado 19 de julio de 2014.
A los 20 años, la escritora Marcela Serrano se sumó de improviso a un viaje en auto por el sur de Francia, con un grupo que paraba a comer solo una vez al día. Ahí conoció la tradicional sopa de pescado de la Provenza, que, en ese entonces, no le pareció nada de bien.
Cumplir veinte años en París era como el sueño del pibe y me las arreglé para que sucediera, bendiciendo así lo establecido por Hemingway: siempre volvería a ser joven allí. El punto es que aterricé en pleno verano –cuando los franceses abandonan, sofocados, la capital– y una de mis hermanas, que había llegado antes que yo, me sumó a una caravana que se dirigía al sur del país. Casi sin percatarme, avanzaba yo en uno de los autos con franceses que apenas conocía, amaneciendo en una carpa y comiendo solo una vez al día, porque así lo habían decretado ellos. Pero esa comida, a la hora del almuerzo, era el tema único de conversación diaria. El grupo se componía de unas quince personas y mi hermana y yo, las únicas extranjeras. Mirábamos extrañadas a estos compañeros de viaje que no pensaban ni hablaban de otra cosa que no fuera la próxima comida y en alguna parte nos rondaban palabras de nuestra madre, recordándonos que eso era mala educación.
Por cierto, yo estaba enteramente maleducada –en todos los campos imaginables– y el gastronómico era uno de los más evidentes.
Así, llegamos a Marsella en un luminoso día provenzal y de inmediato nos instalamos en un restorán frente al mar. Llevaba kilómetros y kilómetros escuchando a mis amigos hablar de lo que comerían en el puerto y no había más que una opinión: la bouillabaisse. Pregunté qué era. Por sus miradas indignadas comprendí que yo debía saberlo, por supuesto, la sopa de pescado más famosa del mundo. ¿Sopa de pescado? Algo se me encogió por dentro. Es que yo era entonces una joven estudiante universitaria con horarios desordenados y siempre un poco hambrienta, por lo que una sola comida diaria me hacía sufrir. Y no había manera de hacerlo a deshora, los autos no se detenían para eso. A ellos les gustaba "juntar hambre", cosa para mí insospechada.
Cuando llegaron los platos a la mesa nada me hizo suponer que me gustarían: sus colores eran cafesosos, la sustancia semi escondida, el caldo muy espeso, casi podría haber pasado por lenteja o garbanzo. Los comensales a mi lado empezaron a sumergir el pan dentro de la sopa, hacían mucho ruido y las alabanzas a los sabores que paladeaban iban in crescendo junto a mi rechazo. Alguien reparó en este hecho y, entre sorprendidos y escandalizados, me alentaron para que la probase. Mi hermana, avergonzada de mí a través de la mesa, me dice en español, "come, tonta, ¡si es como un caldillo de congrio!".
Lo que es la incultura... Cuánto daría hoy por comerme una bouillabaisse frente al Mediterráneo.