Casi todas mis amigas ocupan el mismo rol en sus familias: son las hijas que no dieron problemas, y son las que hoy tratan de dar soluciones o, si se quiere, “las que resuelven”. Son también mujeres profesionales -algunas madres, casi todas parejas, esposas- que crecieron en familias de clase media baja y ahora viven mucho mejor de lo que lo hicieron sus mamás y abuelas. Todas ellas “mateas”, treintañeras, preocupadas de sus hermanos, hermanas, y de sus padres, que se acercan a pasos agigantados a una vejez que, en este país, es siempre poco amable. Hablando con ellas, me he dado cuenta de que algo que nos une es la sensación de haber perdido el rol de hijas en nuestras respectivas familias, y de habernos transformado en una especie de segunda madre o, incluso, madre de nuestros padres.
En mi caso, comencé a identificarlo hace algunos años, gracias a una prima que es psicóloga y ha cumplido un rol similar en su familia. Estaba estudiando en otro país, pero seguía muy pendiente de mi familia en Chile. En medio de la pandemia, mi hermano menor me escribió para decirme que mi papá estaba más rabioso, negativo y deprimido de lo normal, y que eso estaba afectando la dinámica de la casa en la que aún viven con mi mamá. Inmediatamente pensé que era el momento en que viera a un psicólogo, y le pregunté a mi prima si podía darme recomendaciones. Ella me dijo que no tenía ningún problema, pero me advirtió que no era mi responsabilidad. Me sugirió que me preocupara más por vivir mi vida con quien era mi esposo en ese entonces; que no podía hacer mucho estando lejos, y que intentarlo me podría pasar la cuenta en mi propia relación.
En el momento, no le tomé el peso a su consejo, pero lentamente, y con ayuda de terapia, pude ir reconociendo cómo hacía eco en mí. Desde niña, había tratado de no dar problemas. Había identificado tempranamente que mis hermanos preocupaban mucho a mis papás, especialmente a mi mamá, y yo no quería ser la causa de más preocupaciones. Me aseguraba de que me fuera bien en el colegio, de hacer mis tareas sola, de estar tranquila, ayudar en la casa y no pedirles muchas cosas a mis papás porque encontraba que mis hermanos ya los hacían gastar mucho. Se me alababa por ser así frente a la familia extendida, y mi mamá solía contar con una mezcla de orgullo y pena, que incluso me había vestido e ido sola a la graduación del jardín infantil, porque ella se había atrasado y no alcanzaría a pasar a la casa (el jardín quedaba en la misma cuadra, en todo caso).
Ya hacia la adolescencia me di cuenta de que mis papás no eran felices juntos y, en cuanto pude, comencé a jugar un rol conciliador entre ambos. Me convertí en la confidente de mi mamá y empecé a manejar mis emociones y mis palabras para hablar con cada miembro de la familia en los términos en que yo sabía que podían escucharme. Mi mamá, por otro lado, me repetía las ideas que ella misma había internalizado: que mi papá y mis hermanos no iban a cambiar, y que yo tenía que hacer el esfuerzo por adaptarme y acercarme a ellos. Y así lo hice, y lo naturalicé a tal punto que, hasta hace muy poco tiempo, no me había dado cuenta de que cargaba con la pena de haberme responsabilizado tempranamente de cosas que no me correspondían.
Para aclarar: mi mamá fue una madre muy presente hasta que salió a trabajar de manera estable cuando yo tenía alrededor de 8 años. No es que yo tuviera que alimentar a mis hermanos o bañarlos, o que hubiera pospuesto completamente mi niñez por reemplazarla a ella, como le sucede a muchas personas. Lo mío es, y siempre ha sido, un rol más bien emocional.
Que me fuera bien en el colegio no fue tomado desde el principio como una señal de inteligencia, sino de que era “madura para mi edad” y, por tanto, podía lidiar con ciertas cosas que el resto de los niños de mi edad no entendían, incluyendo a mis hermanos. “Los hombres”, además, “siempre maduran tarde”, se solía decir en mi familia. Que fuera una niña tranquila y no diera problemas no fue, para mis papás, una señal de alerta de que quizás me estaba guardando algo, sino que un alivio; una ayuda. Eso, al menos hasta que comencé con un trastorno alimenticio a los quince años. Un día, mi hermano mayor me escuchó vomitar en el baño y, contrario a lo que yo pensaba, le importó lo suficiente como para contarles a mis papás. Ellos me llevaron a una sesión con el psicólogo en la que yo “confesé” mi problema y me puse a llorar, no por lo que me estaba pasando, sino por la culpa que sentía de darles una nueva preocupación a ellos. Por un mes o dos, se encargaron de prepararme desayunos especiales con pan, fruta y yogurt, antes de asumir que el problema ya estaba superado. Esa fue una de las pocas veces en que me sentí realmente “hija” durante mi adolescencia.
Las experiencias que escucho de mis amigas en este ámbito son diversas: algunas mantienen a sus padres e incluso ayudan a sus hermanos que se han permitido posponer la estabilidad económica para perseguir otros anhelos; otras tienen que aguantar estoicamente las dinámicas tóxicas de sus más cercanos porque no hay disposición al cambio y porque saben que, sin ellas como sostén emocional, la familia se desmorona. Y no han sido pocas las que han tenido que cuidar y levantar a su mamá o papá luego de una separación o de alguna enfermedad física o mental. Todas ellas, sin embargo, cargan con una mochila que es, en parte impuesta y, en parte, autoimpuesta.
La primera viene implícita en una sociedad patriarcal en que las mujeres somos socializadas bajo el rol de “cuidadoras” y “protectoras” de otros, y se nos refuerza constantemente nuestro valor en la familia desde ese lugar. La parte autoimpuesta es que una termina normalizando esas dinámicas porque, después de todo, nos hace sentir bien ser necesitadas y ser vistas como quienes “dan las soluciones” o la contención emocional. A priori, creo que no hay nada mal en ocupar ese rol, y soy consciente de que para muchas personas no existe otra opción. El problema son los costos, porque te hace desviar tu energía, tiempo y/o recursos, de ti misma y de la familia que has elegido crear, y a la vez, genera una dependencia y/o comodidad en los otros que es difícil de cambiar una vez instalada la dinámica. En resumen, se vuelve muy natural que una ceda o se haga cargo de ciertas cosas porque es “la más responsable” o “la más comprensiva”, pero se invisibiliza el hecho de que una no eligió ese rol, sino que se vio empujada a adoptarlo porque nadie más lo hizo o porque, quien ya lo ocupaba, simplemente no podía con todo.
La solución, dicen los psicólogos, está en “aprender a poner límites”, pero ¿cómo hacerlo cuando muchas de nosotras ni siquiera hemos identificado estos roles como problemáticos, o los tenemos tan internalizados que ni siquiera los asociamos a las causas de nuestro permanente agotamiento físico y emocional? En mi caso, estoy recién aprendiendo a verbalizarlo y a no sentir culpa cuando no puedo o no quiero visitar a mi familia porque, por ejemplo, me cansa ver a mis papás pelear todo el rato. He decidido que ya no quiero ser la intermediaria de nadie; que todos somos adultos y que, aunque podemos ayudarnos, tenemos que ser capaces de, al menos, identificar posibles soluciones antes de compartir esa carga emocional con nuestras familias.
Sin embargo, sé que no es un camino sencillo. Temo particularmente por el bienestar de mi mamá, en quien recae la mayor parte de la carga emocional de los problemas de la familia. Me duele renunciar a ser su confidente o consejera porque siento que ella, por distintas razones, tampoco pudo vivir su rol de hija. Es más, empezó a perderlo mucho antes que yo y nunca lo ha podido recuperar. Entiendo, por otro lado, que yo no se lo puedo devolver porque, en ese gesto bien intencionado, me terminaría perdiendo a mí misma más de lo que ya lo he hecho. Al final, creo que este proceso de recuperar el rol de hija implica no solo poner límites, sino también aprender a aceptar que no podemos cargar con todo. Es un acto de amor propio, de reconexión con la niña que una vez fuimos y que también merecía y merece ser cuidada.