36 años tenía mi mamá cuando nací. El último cumpleaños que me alcanzó a celebrar fue cuando cumplí 36. Dos semanas después, partió. Me cuesta decir murió, quizás porque aún no lo creo.
Eso a pesar de que desde los 12 años viví con el temor de que podía partir, cuando recibió el diagnóstico de su primer cáncer, el cual fue el inicio de un largo camino de enfermedades, tratamientos, exámenes, hospitales y todas esas cosas de las que no quiero volver a saber por un buen rato. Pero ni siquiera todo eso me preparó para este momento. Tampoco cuando recibíamos diagnósticos negativos o incluso cuando se estaba apagando de a poco ese fin de semana de agosto. Suena egoísta, no quería resignarme a perderla. Rogaba y pedía que no se fuera. Pero tomando su mano durante sus últimas horas me di cuenta de que ya había hecho el máximo esfuerzo por no partir y pedirle más, era ser egoísta. Con una extraña sensación de tranquilidad, me di cuenta de que mi mamá merecía descansar.
Entre las últimas cosas que alcanzamos a hablar, me retó por no andar abrigada. También lloramos juntas porque su preocupación era que no quería dejarnos solos, a mi papá, mis hermanos y a mí. Y así fue toda su vida, siempre pensando en quienes amaba. Por eso, no puedo más que agradecer por ser su hija.
No sé si algún día me acostumbraré a no tener su presencia física, pero mi mamá está en todas partes y en los infinitos recuerdos que guardo con ella y que me entregan calma en este proceso: nuestros paseos, nuestros viajes, nuestras conversaciones o, en el último tiempo, nuestras tardes en su cama regaloneando.
Aunque puedo parecer un poco latera, siento a mi mamá en cada momento o detalle de mis días: un atardecer, una mariposa que se me cruza, unas flores bonitas, o simplemente por estar en pie a pesar de estar viviendo el proceso más duro de mi vida. Ella y su amor me hacen seguir adelante, tal como lo hizo por tantos años.
En estos meses, he sentido de forma más concreta que ya no está, como cuando me pasa algo en mi día y quiero contarle, o cuando conozco un nuevo lugar y me gustaría ir con ella, o cuando hay un encuentro familiar y quisiera que ella estuviera ahí. De hecho el pasado 8M vi a muchas amigas y conocidas que fueron con sus mamás, algunas por primera vez, y pensé “qué ganas de estar con la mía también”. Y es que en nuestra sociedad, sobre todo para las mujeres, el rol materno es muy potente: en mi caso, no sé si pueda ser madre sin tenerla a ella a mi lado.
Mayo será un mes complejo para mí, por el bombardeo de publicidad y contenidos sobre el Día de la mamá y además porque también es su cumpleaños. Pero a pesar de la pena, con la que estoy aprendiendo a vivir, la siento cerca todo el tiempo y tengo la sensación constante de que en algún momento nos volveremos a encontrar, como si se hubiese ido de viaje y esta es solo una ausencia pasajera. Eso creo que también es fruto del amor y el lazo que nos une.
* Natalia Bobadilla Zúñiga, tiene 36 años y es periodista.