Cada navidad y cada cumpleaños era lo mismo: “mamá, mamá, quiero un gatito”. La psicóloga María Belén se negaba a darle en el gusto a su hija porque nunca le agradaron los gatos, le daban alergia, más bien se consideraba una doglover, así que “nada de gatos”, le contestaba. Entonces llegó la pandemia, su hija con 7 años y padres separados, soportando el encierro, las clases online, la soledad y el tedio, y Belén pensó: ¿quizás no es tan mala idea? Adoptaron a Miau, una gatita de pocos meses que desde que llegó solo se dedicó -como si fuese su misión en la vida- a hacerles cariño. Se paseaba por la cámara en las clases online de su hija, se le subía por la espalda y se sentaba con ella a acompañarla a estudiar. Belén se dio cuenta de que, tras meses de no querer participar en nada y ni siquiera prender la cámara en clases, su hija empezó a mostrar cierto entusiasmo por asistir, porque cada vez que Miau aparecía curiosa sus compañeros se reían. Y Belén –supuesta “antigatos”– sucumbió también a los encantos de Miau y terminó atendiendo a sus pacientes con la gata sentada en su falda –como una coterapeuta– con la cabeza erguida para pedir cariño y acompañando la sesión con un ronroneo. “Empezó a ser mi compañía”, cuenta Belén. “Era de quien me preocupaba y con quien hablaba, sobre todo las semanas que mi hija estaba con su padre. Como era chiquitita de edad y porte, era mi guagua, estaba todo el día al lado mío, le gustaba dormir con nosotras, ponerse al medio, poner la cabeza en la almohada y pegar su cara a la nuestra por horas”. Así pasó un año hasta que al volver de un fin de semana en la playa, se dio cuenta de que Miau no estaba comiendo ni tomando agua. Tenía un caminar extraño. Tuvieron que hospitalizarla, después de unos días ya no podía caminar. Belén y su hija la acompañaban largos ratos en la clínica haciéndole cariño, hablándole, tratando de que comiera de su mano, pero nada. La veterinaria les dijo que Miau tenía leucemia, que no había nada más que hacer, que estaba sufriendo mucho y lo mejor era dormirla. “Solo lloramos y le dimos besitos, ella apenas respondía, pero seguía buscándonos y dejándose regalonear”. Le pusieron la sobredosis de anestesia y su cuerpo se soltó en los brazos de ambas. “La dejamos acostadita junto a sus juguetes favoritos y tapada como le gustaba dormir. Ha pasado una semana y media y aún está su plato y su vaso de agua en la cocina. Incluso su caja de arena está intacta, no he podido sacarla. Cada vez que pensamos en ella lloramos, la extrañamos y no entendemos cómo se fue tan pronto, solo tenía un año y 4 meses y nos entregó el más infinito e incondicional amor, tanto que hemos hablado con mi hija que esto duele como si se hubiese ido una persona, un miembro de nuestra familia”.
La relación de los seres humanos con sus mascotas –o compañeros, que es el término que se usa hoy– es un vínculo ancestral y evolutivo que ha ido transformándose en el tiempo y que precisamente en la actualidad, y sobre todo en las grandes urbes, se ha incrementando tanto que ya es parte indispensable del concepto de familia. Para hacernos una panorámica: según el primer censo nacional de perros y gatos en Chile, realizado por el Programa Mascota Protegida de la Subdere y la Escuela de Medicina Veterinacia UC, existen en el país más de 12 mil perros y gatos con dueños. Es decir, el 73% de los chilenos y chilenas afirma tener una mascota, siendo la principal razón para ello la necesidad compañía (89,1%). Más de un 92% los considera como miembro de la familia y motivo de felicidad para ella. En los últimos años se ha acuñado incluso el término “familia multiespecie” para definir a aquellos grupos que viven bajo un mismo techo, unidos principalmente por lazos de afectividad, en el que se incluye alguien de la especie animal (comúnmente perros y gatos). Y porque constituyen un vínculo, son testigo y parte del crecimiento y de la historia de una familia, es que su muerte puede significar para el núcleo una pérdida sumamente dolorosa. “El duelo puede ser tan profundo como el que se vive con una persona cercana” explica María Belén Gómez, ya no solo desde su experiencia con Miau, sino como psicóloga de CIDEM que ha investigado sobre el tema. “Esto se evidencia en estudios realizados donde se ha descubierto que los niveles de dolor y el periodo de duelo asociado a la pérdida de un animal de compañía puede ser incluso más largo que con una persona. Tras la pérdida de una mascota se triplican las probabilidades de reportar síntomas depresivos, y los síntomas de tristeza y de duelo podrían persistir durante 6 meses e incluso más”.
Para el psicólogo argentino Marcos Díaz Videla, quien tiene un PHD en interacciones humano-animal y es autor de diversos libros sobre Antrozoología, vivir un duelo tras la pérdida de un animal es un proceso natural y saludable de adaptación emocional, que puede ser muy similar al desarrollado por un humano, en cuanto que presenta los mismos síntomas: llanto, decaimiento, soledad, culpa, ansiedad, pérdida del sueño o apetito. Sin embargo, para Marcos existen algunos aspectos singulares en el caso de los animles que pueden dificultar esa adaptación, principalmente la ausencia de rituales sociales de luto y el escaso apoyo social. “En un estudio con tutores – ya no se les llama “amos”- que habían perdido un animal recientemente, más de la mitad indicó que sentían que para la sociedad la muerte de su animal no era considerada una pérdida digna de un proceso de duelo. Hay aspectos culturales y sociales, que regulan y permiten las manifestaciones de la experiencia de pérdida. Por ejemplo, los rituales de luto validan la experiencia de la persona en duelo, creando actos públicos que brindan un reconocimiento social, facilitando el ajuste posterior. ¿Qué luto permitimos cuando legalmente no tenemos derecho a tomarnos ni siquiera el día de trabajo para realizar el entierro del animal?”. Cuando no hay reconocimiento social, dice Marcos, la experiencia de pérdida es trivializada o patologizada. “Ahí el duelo queda privado de derechos, carece de rituales estandarizados de luto, se resiente por la falta de apoyo social, y se incrementa el riesgo de agravamiento de los síntomas”.
Otro de los factores que dificultan el duelo tras la muerte de una mascota, agrega Marcos, es la eutanasia. “Puede impactar favorablemente en casos donde los tutores consideran que han hecho lo correcto para que el animal no padeciera innecesariamente, pero en otros casos, puede haber incertidumbre, culpa y remordimientos, los cuáles complican el duelo”. Un caso parecido vivió la entrenadora de perros Laura Infante con Thelma, su setter irlandés. La vio nacer en su casa cuando ella tenía 18 años y estuvieron juntas en todas sus etapas, de cachorra a viejita, hasta que Laura cumplió 33 años. “El vínculo que teníamos era muy fuerte, ella me enseñó mucho. Sobretodo en su último período, lo que significa cuidar a un ser que ya está a punto de morir. Ver el deterioro, tener que cuidarla y hacerle la vida lo más llevadera posible, y en el camino darte cuenta que en algún momento tendrás que dejarla ir. El duelo fue difícil, como cualquier duelo. Pero lo más difícil fue tomar la decisión de eutanasiarla, creo que es de las decisiones más difíciles que he tomado en la vida. Me pasó que me sentí con mucha culpa, muchas veces me arrepentí, pero siento que es muy importante ayudar a nuestros perros, ellos no pueden tomar esa decisión y como tutores no debemos alargar su sufrimiento”.
¿Cómo enfrentarlo?
Para Laura, si bien cree que existen personas que nunca lo van a entender, el duelo por la muerte de una mascota cada vez se toma más en cuenta. “Es algo que ha estudiado la ciencia, el vínculo con los perros para algunos humanos es similar al vínculo de las madres con sus hijos. Lo mismo los duelos, el dolor que se vive es real y el proceso es como la pérdida de un familiar. Por lo mismo es importante tomarse el tiempo de vivir el duelo, no apurarse con la idea de superarlo y no bloquear la pena”. Marcos coincide y reafirma en que es importante validar ese dolor y darle el espacio que merece. Dentro de las recomendaciones incluye el buscar acompañamiento psicoterapéutico si se necesita “Si la persona quiere, puede buscar acompañamiento psicoterapéutico. También es sumamente importante contar con orientación y apoyo del profesional veterinario. De modo que tener un profesional de cabecera que no solo atienda al animal, sino que atienda a la familia multiespecie es algo que podemos buscar desde el primer momento”. Y, sobre todo, darle continuidad a ese vínculo. “El establecimiento de un vínculo continuo sería mi recomendación principal, considerando siempre el grado de comodidad o angustia que esto genere. Hacer un ritual de despedida, mirar fotos, hablar con el animal fallecido, evocar recuerdos, soñar con el animal, preservar sus pertenencias (como una manta o collar) y escribir cartas de despedida. El duelo no se trata de olvidar al animal, sino de transformar el vínculo con este. Algunas personas refieren sentir la guía del animal en la vida diaria, visitar lugares preferidos que compartían junto al animal, escribir una poesía o un libro o realizar donaciones en su nombre. Si bien estas formas fueron tradicionalmente descartadas o patologizadas, hoy se cree que suelen ser más reconfortantes que angustiantes, siendo consideradas una buena estrategia de afrontamiento que ayuda a regular las emociones”. Marcos también es partidario de abrirse a la idea de adoptar a otros perros o gatos. “Incorporar un nuevo animal suele ofrecer consuelo y ayudar a las personas a sobrellevar la pérdida. Los resultados de los estudios reflejan que la mayoría de los tutores en duelo, incorporarán un nuevo animal en el transcurso del año siguiente a la pérdida”.
Y, por último, para quienes les toca acompañar a otros en su dolor, Marcos reafirma algo fundamental: “Afirmaciones como “Era solo un gato” o “Siempre puedes adoptar otro” generan aislamiento, incomprensión y angustia, y no deberían enunciarse. Si no sabemos qué decir, lo mejor es escuchar y acompañar en silencio, mostrando disposición”.