Mientras estudiaba Derecho en la universidad, viví en una casona con varias personas en la calle Chile España. Yo tenía 19 años y mi familia se había ido a vivir fuera de Chile, así que mi grupo de compañeros de casa se volvieron mi familia extendida. Siempre había alguien ahí porque éramos un grupo grande, todos estudiantes universitarios. Y si bien las mujeres hacíamos lo posible por pedirles a todos que mantuvieran ordenado, no siempre lo lográbamos. Lo que nos preocupaba a nosotras no era necesariamente lo que les preocupaba a ellos, y terminábamos muchas veces nosotras haciendo todo. Hasta el día de hoy, creo que las obsesiones de las mujeres no siempre son las obsesiones de los hombres. El tema del orden es uno de esos casos en los que casi nunca coincidimos.
En la casa éramos dos mujeres y cinco hombres, y uno de ellos era mi pololo. Al igual que yo, él era dirigente estudiantil y durante la dictadura estar involucrado en política era muy demandante: teníamos reuniones periódicas para organizar movilizaciones y tomas. Siempre nos juntábamos en casas distintas por seguridad y muchas veces esas reuniones eran en la noche. A pesar de que los dos éramos militantes y los dos estudiábamos la misma carrera en la Universidad de Chile, yo siempre me iba un poco más temprano de las reuniones para llegar antes que él a la casa. Los dos estábamos igual de ocupados, pero yo, por alguna razón que en ese minuto no entendía, sentía que tenía que estar para recibirlo.
No era un tema de tenerle la comida lista o la casa ordenada, sino más bien de estar presente cuando él llegara. Ahora entiendo que el pensamiento detrás de esa conducta era la creencia errónea de que yo tenía más tiempo libre que él o cosas menos importantes que hacer.
Sé que eso tiene mucho que ver con lo que yo vi en mis padres, pero en ese momento no me daba cuenta. Mi mamá estudió tres carreras y la última, y a lo que se dedicó finalmente, fue Antropología. Ella buscaba validarse intelectualmente porque la dinámica era muy tradicional y, si bien ella era una mujer profesional, la esfera de lo doméstico obedecía a lógicas muy patriarcales.
Mi mamá solía estar siempre en la casa. Hacía clases en la mañana y por eso normalmente estaba ahí cuando mi papá llegaba. Pero además de sus clases, tenía viajes de trabajo fuera del país y eso era bastante resentido por mi papá. Muchas veces se lo reprochaba porque no le gustaba que estuviera fuera por mucho tiempo. Recuerdo haber escuchado a mi mamá decirme varias veces cuando niña: 'vámonos luego porque va a llegar tu papá a la casa'. Yo, quizás de manera inconsciente, repliqué esas mismas conductas con mi primer pololo. Si estaba en una reunión y sentía que se me estaba haciendo tarde, me urgía y quería irme lo antes posible. Pero con el tiempo me empecé a preguntar: ¿se está haciendo tarde para qué?
Cuando me di cuenta de lo condicionada que estaba he tratado de desarticular eso. Con mi pololo lo conversamos y él me apoyó en ese proceso de asumirme como una mujer feminista, pero también aceptando los cambios que eso implica en nuestra relación. Creo que esta manía de las mujeres por estar en la casa para recibir a un hombre –sea el marido, el pololo o el papá– tiene que ver con la devaluación del rol de la mujer en la sociedad. En esa época, lo que una mujer hacía, nunca llegaba a ser tan importante como lo que los hombres hacían. Yo heredé esas nociones y tuve que deconstruir esa formación.
Es paradójico haber sido una estudiante de 19 años, viviendo lejos de su familia y que estaba involucrada activamente en política -en una época, además, en la que eso era una actividad clandestina- que sentía que tenía que llegar antes que su pololo a la casa, solo para recibirlo. Era una conducta automática hasta que lo hice consciente. Y, desde ese momento en adelante, nunca más esperé a nadie.
Lorena Fries es abogado y presidenta de Corporación Humanas.